viernes, 2 de enero de 2009

Chejendé de Niquitao. Entre la Realidad y el Sueño




Alexi Berríos Berríos, 2000


PRESENTACIÓN

La globalización es el tema de nuestros tiempos. Destruye fronteras y propicia un basto mercado mundial. Promueve una conciencia planetaria que intenta asir en su bello espíritu los misterios de la secularidad sagrada. Desplaza a comunidades y naciones por movimientos culturales, tribales, religiosos y ecológicos. Devela ante nuestros ojos la belleza, grandeza y miseria de las culturas universales. Se percibe en el planeta tierra lo uno, lo otro y lo diverso. La tecnología digital recobra en sus imágenes la fuente primigenia de los procesos civilizatorios: la majestuosidad de los cauces silenciosos y torrenciales prevenientes de los cielos hermosos.
La muerte de la utopía y la crisis del pensamiento tecnocrático y neoliberalismo pusieron fin a los grandes relatos narrados por las ideologías de la bipolaridad. De su seno ha surgido una manera distinta de concebir los fenómenos históricos: la micro historia. El hombre de carne y hueso, el hombre oculto ente las marañas de lo cotidiano, es el eje para hacer historia en los nuevos tiempos. Existe una dinámica historiográfica de tal naturaleza a lo largo y ancho de la geografía internacional.
La decadencia del racionalismo, cientificismo e historicismo revaloriza como recursos literarios la poesía, fantasía y ficción para redescubrir los hechos históricos a partir del mundo cotidiano. Por lo que los hombres y mujeres en su pequeño espacio urbano y rural, pueden recrear con el lenguaje el placer y los rigores de la existencia humana en el hormigueo de lo mundano. En fin, la historia es fantasía y poesía. Así ha sido desde hace dos mil años y así será en el porvenir.
¡Tamaña paradoja de la mundialización! En la era de los imperios el hombre, el de todos los días y todas las noches, devuelve la mirada al hombre a través del don de la divinidad. La memoria para recuperar el pasado oculto en los sueños tormentosos del presente.
Por ello, Alexi Berríos Berríos, egregio historiador en su bello libro Chejendé de Niquitao, capta la memoria hecha poesía y ficción. Es el soplo divino de los dioses que mediante el lenguaje recupera la vida de hombres y mujeres, que allí en los caminos, en los senderos sentados entre las piedras silenciosas y sabias, contempla su pasado mediante el murmullo del río Burate. Tal vez su hermosa madre Doña Ángela, hace unas cuantas décadas asomaba al oído del pequeño indócil las andanzas y tremenduras de este río, amamantado por la magia y el misterio. Además, se descubre en este libro la frescura de sus paisajes, la arcanidad de sus montañas, sus atardeceres copados de matices y colores y las nubes de vez en cuando se encogen para dormitar entre los árboles boscosos. El mugir de sus vacas, el ladrido de sus perros, el silbido y el aleteo de los pájaros, el sonido silencioso del bello búho y el bullicio de sus habitantes son los encantos de este bello pueblo.
Este libro de mi querido amigo y talentoso trujillano, Alexi Berríos, que tiene que ver con Chejendé de Niquitao y el río Burate, posiblemente, palabras Indígenas que perduraron en el silencio durante millones de años. Un día el contador de chistes y anécdotas Mano Cheque, comenzó entre caminos y senderos a contar los orígenes de este pueblo. El hombre de braga azul caminando por las esquinas del Bella Vista, heredo del Mano Cheque estas vivencias, cargadas de historia y geografía. Como podemos observar es la historia de Mano Cheque, no es la historia de las monarquías, de los imperios, de los príncipes, de las batallas ni las guerras, es la historia de un hombre que siente en sus entrañas sus vivencias conectadas a los orígenes de Chejendé de Niquitao. Así mismo, se puede señalar que la era de los grandes imperios, la era de la globalización y de la interdependencia coexiste paradójicamente con la poesía, la fantasía y la realidad del pueblo de Chejendè de Niquitao. Lo global y lo pequeño es la síntesis creadora de un proceso civilizatorio que está marcando el destino de la historia de la humanidad. No deja de ser interesante que en la carátula de este libro se observa un puente que en las viejas creencias de la geografía andina, éste conecta a los dioses con el espíritu del Chejendé de Niquitao.
Finalmente tres cosas: Primero, que este libro ya es parte esencial de la narrativa trujillana. Segundo, se puede señalar que para Alexi Berríos es el comienzo y el fin de la historia como ciencia. Es la poesía los medios de hacer de la memoria la magia de la historia. Y, tercero la era de la globalización revaloriza y hace perdurar en los hombres y mujeres que pertenecen al pueblo de Chejendè de Niquitao su sentido de pertenencia más allá de las ideologías. No es el paraíso y el dogma liberal: es el hombre y la mujer del Chejendè de Niquitao.
Ramón Rivas Aguilar.


Chejendé, tierra donde se quedaron las alegrías y los sueños de mis ancestros. Pueblo que trazó puerilidad con sus encantos silvestres; los mismos que persisten hoy, entre realidades y sueños, pese a la agonía del siglo XX venezolano.
Alexi Berrios Berríos


Chejendé, Segunda Tomasa y la Casa de Teja

Caserío escondido en las cumbres heladas de la tierra de Niquitao. Sigiloso cantón escarpado en el que prevalece la piedra americana, la misma que amuralla el camino que conduce a su encuentro.
Son lajas o cascajos colocados alrededor de una senda que, a medida que se empina y retuerce, devela, poco a poco, las fauces explayadas del abismo. Pero, no es un camino sombrío. El erguido meandro resplandece salpicado por flores silvestres que, cuando retozan con el viento, exhalan un delicado aroma. Pero eso no es todo. El silencio propio de los páramos es atenuado por el ronroneo constante del arcano del camino: El río Burate. Pero, no nos prestemos a engaño, el Burate no es siempre un remanso de paz. En las cumbres es dócil, inofensivo, cantarino; más, a medida que desciende se torna agresivo, soberbio, transmutando el canto en graznidos incesantes. Esta ambivalencia determinó su ingreso en la mitología local. Cierto, las gentes que habitan a su vera le adjudican cualidades humanas y divinas. Unos dicen que el Burate “se molesta” cuando arremeten contra sus hijos. Otros señalan que el estruendoso canturreo del Burate “es un grito chejendino que llega hasta el cielo”. Algo así como la clemencia natural que piden las aguas en las pocas ocasiones que conversan con el Ser Supremo. Como sea, son fabulaciones campesinas originadas por la sintonía de los chejendinos con el medio ambiente, esto es, por la compenetración que tiene el montañés con lo que le rodea: ríos, animales, sementeras, viento, soledad y silencio. Es el paisaje donde halla la esencia de las cosas, trucando sus enunciados en mitos, en presagios y supersticiones. Así vive feliz y en estrecha conexión con la patria que quiere y conoce.
Antes de descender melodiosamente hasta Chejendè, el Burate deja a su margen izquierda un caserío llamado El Otro Lado. Sus habitantes, además de tener un modus vivendi similar al de los chejendinos, poseen como estos un deseo peculiar y reciproco:
Descubrir lo que hay más allá de la anchura del río. Como tercero en discordia, el Burate los mantiene alejados, y fomenta entre ellos, el mutuo anhelo de descubrirse.
El Burate permanece estridente en los corazones chejendinos, por tanto, quiebra la voz recordarlo o volver a tropezarse con el sonido de sus aguas. Hoy está viejo y cansado. A veces me parece enfermo de melancolía, como si añorara la vitalidad que le brindan las quebradas cuando se escapan, cuando retozan con él. Mira a lo alto y suplica, como una planta reseca, que el cielo riegue su cuerpo. Con todo, se resiste a marcharse con el siglo, exhalando un aire fresco con olor a moras
Sobre el Burate yace el puente colgante, bamboleándose en medio del húmedo y anegado llanto, como presagiando la muerte. Pudiera decirse que es un pasadero maltratado por el tiempo y encanecido por la mordaz vida campestre. Pero hay más. También ha sido testigo silencioso de muchas tragedias humanas. A su diestra duermen distintas historias de hombres que, por circunstancias de la vida, se enfrentaron como mancebos para defender un amor o morir. También queda para la memoria el recuerdo de quienes, accidentalmente, se precipitaron con sus vehículos por el filo de la colina: cuerpos que hubo de rescatarse de las violentas ondas del ruidoso río.
Continuando el ascenso, más adelante del puente y acercándonos a la Casa de Tejas, se encuentra el famoso “arbolón”: símbolo de reposo, estampa viva que divide el camino en dos porciones diferentes: la subida agresiva y el descanso del guerrero impetuoso. A partir de ahí comienza el gozo del viajero o el placer del ensueño poético por el deleite que ofrecen las imágenes, las sementeras, las sabanas, las huertas y los picachos. Al mismo tiempo, el caminante se topa con el recio ganado (bueyes) que sirve para desarrollar la agricultura como actividad fundamental en la vida del hombre chejendino, puesto que, si a ver vamos, en Chejendé priva el estilo de la colonia y el uso de la técnica implantada por el español. (Recuérdese que el hombre americano creció sobre la base del consumo del maíz y utilizó la piedra como utensilio principal). Todo ello para sus construcciones forjando casas solariegas, con bulliciosas trojas y amplios corredores que albergan las arrobas del cultivo trillado en las fincas y que invitan al sol a despedirse hasta el próximo día. Aparte de eso, ahí caballerías y vaguadas que facilita la usanza del agua para todos: para hombres y bestias. Conviene, además, señalar que “La Piedra de la Gotera”, monumento natural, figura como uno de los embrujos del caserío, la misma piedra que exhorta de inmediato a trasladarse al “Golondrino” y a un páramo nublado que rompe con la cotidianidad. Sí, es la cúspide envuelta en niebla, cuyas casas rebosadas de humo y leña nos recuerda lo sideral. En efecto, la vida paramera difiere de lo urbano por que es una vuelta a los orígenes. En tal sentido, representa la vida campestre que insita al sueño, al delirio, por cuanto despierta la imaginación y al mismo tiempo mueve la sensibilidad humana. En definitiva: el páramo chejendino comunica al hombre con los dioses y viceversa.
Segunda Tomasa Santiago de Berríos nació en Chejendé el 29 de diciembre de 1901. Era hija de Narciso Santiago y Juana de Santiago. De piel tersa, pintando en color canela, y de mediana estatura. Tenia los ojos grises y el cabello bucleado. Desde que vino al mundo poseyó la magia campestre de descubrir encantos y eliminar tropiezos. Poseía también los cuatro elementos de una mujer de cumbres: sinceridad, sutileza, nostalgia y compromiso.
Segunda Tomasa encarno excelsos dotes personales. Hay quienes indican que sus virtudes, además de naturales tenían que ver con la Casa de Tejas. Se trataba de un espacio amplio, incrustado al comienzo de Chejendè, con extensos corredores y verde sementera rodeándolo. Segunda Tomasa rememoraba los juegos y las fantasías con sus hermanos: Juana, Tomasa, Carmen, Adriana y Juan de Dios. Decían que juntos recorrían con alborozo la casa, las siembras, el patio y la huerta, acompañados del trinar de los pájaros y de un polvo amarillo que se desprendía de la tierra.


Volvamos a La Casa de Tejas, a decir de Segunda Tomasa. Iniciemos con ella descripciones y mundos.

Tomemos ahora en cuenta el fogón de leña que humarea en las paredes y el cielo. Veamos las cuatro piedras, los tizones ardientes, las ollas de caldo de gallina que aguardan a los peones. Contemplen la cocina de adobe y caña brava. Únanse al horno, a la chimenea descuadrada que cocina la paledonia y el pan de harina criolla. Se observa algo peculiar en las casas chejendinas y es que los fogones están ubicados, la mayoría de las veces, a la entrada de la casa, para luego dar paso a un reducido recibo que comunica con los aposentos y al corredor de ordeños. Esto es así porque para la gente del páramo la cocina es la dependencia más importante de la casa. En efecto, en ella se reciben las visitas, se sirve y prepara la comida y, sobre todo, tiene lugar, la velada nocturna. Segunda Tomasa hablaba de estas, emparentadas con el calor que proporcionaba el fogón para entibiecer las manos y abrir las tertulias que, por lo general duraban dos o tres horas. El resto de tiempo se iba entre rosarios, salves, oscuridad y sueños. Muy pocas personas se atrevían a desafiar las penumbras chejendinas y la silente niebla. Por la montaña, los chejendinos, como excelentes madrugadores, buscaban de nuevo el fogón y subían a la troja para bajar el alimento del día. Por su parte, Segunda Tomasa y su núcleo familiar no se hallaban exentos de esta actividad que se llevaba a cabo después de encomendarse a Dios y beber café caliente, para luego, salir a enfrentar el frío matinal con quiquiriquíes de gallos que daban los buenos días desde la cúspides de los árboles. De seguidas, reflexionaban sobre las cosas que recorren la noche, esperando la claridad del alba para empezar con rigor la diaria tarea del ordeño, del pastoreo, del riego, de la siembra y la recolección… y, de este modo, extinguir el embeleso producido por la vigilia.
Más adelante, la infancia se irá marchando y el síndrome adolescente hará presencia en la vida de Segunda Tomasa. Con él llegara el raudo amorío campesino y la consumación de nupcias con Dionisio Berríos. Gentes de La Loma Gorda, Las Mesitas, Niquitao, La columna, El pajarito, el otro Lado y Chejendé, asistieron a la boda para gozar en el festejo de fin de semana. Los hombres iban vestidos de Liqui Liqui y con sombrero pelo e’ guama, y las mujeres luciendo el cabello enrollado con una fina peineta atravesada. Sus largos vestidos cubrían hasta el mínimo detalle del cuerpo femenino. Brindaban con recio zanjonero y degustaban bizcochos criollos. La música vibraba en las paredes de La Casa de Tejas: la troja dio riendas sueltas al llanto de Segunda Tomasa por la inevitable partida. Abundaron las tertulias y los presagios implorando al Todopoderoso felicidad en el matrimonio. Muchos de los presentes bailaban sin tregua, zapateando con reciedumbre y moviendo sus caderas al compás del son. Mientras tanto, Narciso y Doña Juana merodeaban por el corredor, preguntándose por el porvenir de su hija.

Juana, frágil e intuitiva, formuló la siguiente interrogante a narciso:

__ ¿Usté ve buenos augurios pa`Segunda Tomasa?

__ Pienso que sí. Dionisio se ve un hombre serio, responsable y trabajador, que es lo que vale en los hombres.

Doña Juana miró a Narciso y asintió: “comparto su apreciación, pero mejor vamos a bailar.

Narciso acepto la propuesta de su amada compañera de vida y comenzó a bailar un vals. Por su parte Segunda Tomasa sonreía danzando con Dionisio, dispuesta, por encima de todo, a acompañarlo. Los invitados y familiares se acercaban sigilosamente para felicitar la unión. Otorgábanles regalos, epístolas, recuerdos y hasta deseos. El mayoral del caserío se adherió a la felicitación, por ser la costumbre que distingue a los hombres nacidos en las cimas andinas. Luego preguntó: “¿vivirán en lo sucesivo en Chejendé o tienen otros planes?“ “No”, dijo ella sonriente, y de seguidas agregó: “claro que viviremos aquí”.
El mayoral se fue sonriendo, con su cabeza erguida. Los recién casados continuaron celebrando su reunión hasta entrada la mañana. Por la parte, se fueron por la Casa de Tejas para ocupar en lo adelante una vivienda de zinc que, hasta hoy, recibe los cánticos del perdurable Burate.


Elena, la Fiel Acompañante


Elena es una mujer de edad pronunciada y escasa estatura. Tiene ojos tristes y acentuadas facciones de india en su rostro arrugado por la inclemencia del tiempo. Nadie sabe de su origen, pero la mayoría de las gentes sospechan que Elena es oriunda de Chejendè. Lleva en su cuerpo descoloridos vestidos que suelen regalarle las damas acomodadas de la comarca. Su cuerpo y está metido en carnes, sus pies encallecidos por las pisadas de siempre. Son pisadas naturales, en virtud de que Elena jamás ha usado zapatos. No obstante, vive deambulando por caminos diversos desde que se fue de la casa de segunda Tomasa. Allí permaneció los mejores años de su vida. Me refiero a que en esa casa Elena sintió calor hogareño y creció bajo la tutela de Segunda y Dionisio, quienes la asumieron como ahijada. Además, Elena carecía de voz y escucha, valiéndose siempre de la mímica o la pantomima. Pero eso así, Elena figurará como la servidumbre idónea. Buscaba a muy tempranas horas las vacas de ordeño que amarraría en el árbol de uvito, para succionarlas para extraer de ellas el líquido que ingerirían Débora y Santana, las hijas predilectas de la pareja.
Más tarde, a la Casa de Tejas se sumaran dos nietos: María Ángela y Leonidas, hijos de Santana quien había muerto prematuramente. Ellos van a llenar el vacío dejado por la parca y serán los preferidos de la pareja, aunque también de Elena. Elena la vetusta mujer de los amaneceres chejendinos, muy temprano había comprendido su papel por eso cumplía a cabalidad las tareas asignadas por la patrona, sobre todo, y en particular, aquella que tenia que ver con la búsqueda de la leña, actividad previa que predecía al almuerzo de los peones. Empero, Elena se sentía bien y barría el comedor empolvado con una escoba fabricada por ella misma, utilizando matas de escobillón que despuntaban al lado de los sauces y de espaldas al árbol de durazno. Elena buscaba al norte de la casa las ñemas calientes que yacían escondidas en los nidales de la era de trillar. Después echaba a andar, bordeando la sementera y descendiendo por el camino que lleva a las inmediaciones del Zorro, para luego traer las novillas que descansaban de noche al lado de las yeguas y el brioso caballo relámpago que utilizaba Dionisio para descender los fines de semana a Niquitao. No sé que pensaba Elena entonces. Dicen que se sentaba en el umbral de la caballeriza a contemplar a “Almirante”, que era el perro guardián de la casa. Tal vez su mente conservábase en blanco. Por eso, seguía siendo un misterio para los chejendinos. Hasta el día de hoy no sé que nostalgias tuvo. Nunca supe tampoco si era descendiente de un núcleo de tarados. Menos aún sé qué tipo de sensación experimento en sus desvelos, cuando reía o musitaba a solas. Sin embargo, sus verdades no eran como las nuestras, por contrastes, carecía de las naciones temporales y espaciales, gesticulando, sonriendo y aislada del uso de la razón.
La historia de Elena se caracteriza por el vigor de una mujer que cumple a cabalidad con sus quehaceres hogareños. Es una mujer encomendada a Dios, tras la emulación de los gestos religiosos que practica Segunda Tomasa delante del fogón de leña: un fogón que evitaba la embestida de un frío corporal que hacía desempolvar “carpetas, ruanas, chamarras”, todo cuanto era necesario al dormir.
Elena, esa fiel acompañante, se levantaba con la aurora y salía a danzar con el tiempo. Hay quienes arguyen que la vieron arrastrada por la fuerza del indómito ganado, y que sus glúteos, inflamados atraían las pupilas de sus labradores. Elena, a pesar de los golpes y tropiezos ocasionados por su contacto corporal con sus recias canteras chejendinas, sabía sobreponerse, sobre todo, cuando llegaban las lóbregas noches que le hacían recordar el mundo varonil de su adolescencia, aunque también el tropel de jinetes barbudos que habían luchado en el tiempo de Gómez. Era la fusilería venezolana de principios del siglo XX. Hombres sudorosos, forrados de pólvora, anárquicos y dispuestos a todo. Militares de hoz gruesa y perfilada que caía intensa en la época. En efecto, Elena había dirigido desde muy niña los valores establecidos, por tanto, no temía a las cosas mundanas. “Es el sabor de los tiempos”, solía decir Segunda Tomasa. Tiempo donde se rechazaba la maldad de la gente. Pero a Elena, que era rubicunda, le gustaba observar la noche por el postigo, desde la ventana hasta la montaña del Otro Lado. Ella estaba enterada de las cosas campestres. Por ejemplo, sabía que los nubarrones cambiaban el sentido de su existencia, ocasionándole un resfriado de tos ferina que la hacia languidecer, que la obligaban a estar enrollada en la estera donde dormía por las noches, tranquilamente. Abría los ojos y caminaba con sigilo, se acercaba a la huerta para arrancar sus medicinas: el saúco, el poleo, la barraja o el llantén. Eran días pasivos para una Elena con rostro triste y lagañudo. Sin embargo, ella no dejaba sus oficios de costumbre, por el contrario, cumplía sus faenas con religiosidad, y, lo único que no se le veía hacer, era la tarea de lavar su ropa. Eran días de trabajo y enclaustramiento. Las casas que recibían el sonido musical de la ventisca: las vigas crujían y fatigaban a las trojas de caña brava. A lo lejos se encontraba la montaña que Elena miraba en silencio. De pronto, llovía desaforadamente y Elena se acurrucaba. Detrás de la puerta estaba ella, Elena, dando señales de temor ante la lluvia. No existía reloj ni tiempo justo. La gente calzaba botas de caucho, sombrero de cogollo y costales terciados a la espalda, marchaban bajo el chubasco. Elena, huraña emulaba los pasos de Segunda Tomasa: deambulando, esperando el cese del agua endiosada.
Por fin, llegaba la calma y Elena de nuevo vivía, con ahínco entre iras y alegatos. Desaparecía por la sementera y encontraba viejos amigos, hombres atentos al potrero contiguo al Burate. Elena amaba el mundo animal.
Elena está hoy lánguida. Su cabello pinta en la blanca ancianidad. Su cuerpo encorvado reposa en el Camino Real de Chejendè. Con todo, quedará para el recuerdo de los viejos, de los jóvenes y de todos aquellos que, escucharán sus pasos hasta la eternidad.

Encuentro con Chejendé

Mi encuentro con Chejendè fue una tarde de infancia y de inocencia. Había partido a vacacionar luego de resistir un año más de escolaridad. Mi madre solía buscar tiempo de ocio y sueños para un díscolo niño educado bajo la sombra campesina. Confieso que con frecuencia se hablaba en mi casa de los valores chejendinos. Jamás mi ascendencia ha podido olvidar las serias enseñanzas de este elevado pueblo. Un pueblo que al principio de mi vida se tornaba misterioso. Tornábase algo así como el fantasma de cumbres que deseas descubrir por el asombro que irrogan las tertulias de los hombres y mujeres que por primera vez vieron la luz en ese suelo.
Una mañana mis padres decidieron enviarme al encuentro con ese misterio que yo mismo quería discernir. Recuerdo que partí temprano. El alba se posaba n un lugar fijo. Pronto precise que iba rumbo a Bocono en compañía de mi madre. Lo noté, por que a medida que avanzábamos leía los letreros sembrados a la orilla de la carretera. Bocono comenzó a transmutarse en una especie de geografía ansiada. El tiempo discurría. Yo atisbaba los árboles plateados. Supieran que todavía los llamo así. Nunca me he preocupado por saber si era un reflejo lo que miraba o si en verdad esa especie de árbol poseía ramas pintadas por la magia natural. Lo que sí llevo dentro como una marca indeleble, es la acogida espiritual que tuvo esa imagen en esta caparazón de huesos que prosigue vibrando a cada instante que la memoria trae a colación ese extraño símbolo boconés. Pero lo más importante, es que ellos viven en un sitio específico y forman una estampa circular por largo tiempo del camino. De pronto, y si mi registro mental no falla, como fuente de vida, apareció delante de mí un precioso árbol con nombre y apellido: Árbol Redondo. Allí nos detuvimos para desayunar ingiriendo sabrosos embutidos, acompañados de un café con leche grande. La gente dialogaba a pesar del frío. Productores de café y hortalizas venidos de Santa Ana, sentábanse en los maderos que fungían como mesas de comer. Hombres oriundos de San Miguel, se acercaban a la reciedumbre masculina de Burbusay, mirando revirado.
Pasados unos minutos, seguimos rumbo al Jardín de Venezuela: Bocono. Entramos ascendiendo por La Vega del Río. A la diestra, el Liceo Dalla Costa y, a la siniestra, el Ateneo de la cuna de las mujeres bonitas. Doblamos por la calle Sucre conectándonos por la Girardot y llegamos a la casa de Dévora, quien ya para el momento había bajado de las cumbres y se había establecido en la urbanidad. Sin embargo, Bocono distaba del modus vivendi de las urbes. Sostenía costumbres rurales con sus largas casas adornadas por jardines. Muchas de ellas tenían solares que alojaban aves de corral. Sus pobladores eran hombres circunspectos, venidos del campo, olorosos a páramo. La moral y la ética prevalecían tanto como la palabra convertida en documento. La plaza era el centro de las noches boconesas. La iglesia el de encuentros amistosos. Adherida a ella, la Lunchería Demócrata con sus sabrosas vitaminas de espuma ligada con canela. La retreta deleitaba los tenues oídos de las adolescentes boconesas. Los rostros de los niños, entre esos el mío, sonreían con la timidez de la infancia, cuya premisa era el respeto y el silencio frente a los mayores. Los paseos a La Vega, a La Peineta, al río, al trapiche, se realizaban con frecuencia. Años incomparables que vale la pena recordar.
Salí a rastrear Chejendé una tarde moribunda, a bordo de un rústico que emprendió el viaje desde La Sabanita. Marché con el pensamiento fijo en la niña Eurisia, quien me enseñó la sutileza y el encanto de los pájaros. Ella tenía una inmensa jaula que bordeaba un árbol que servía de asiento a diferentes razas, comenzando por el Turpial, el Arrendajo, la Urraca, el Azulejo, el Gonzalico, el Cardenal… Yo, envuelto en mi parvulez, atisbaba los saltos que daban de un lado para el otro aquel tropel de animalitos cantarines, que intentaron conversar conmigo, mirándome tibiamente una insoslayable madrugada decembrina. He allí otra marca de las costumbres. Por eso, a veces siento que el montañés lleva en su alma de niño grabada la música de los pájaros que brotan de la niebla como vespertinas sinfonías azules.
Dejemos Boconó y penetramos en la abrupta carretera. Rodeados de sembradíos de café, maíz y arvejas, mi madre inicio su relato descriptivo sobre la geografía niquitense. Nombró primero el Puente de La cavita que cubre el Río Bocono. Luego me habló de Tostós y el Puente del Río Burate, que es el lugar donde se abraza el río que lleva este nombre con la quebrada de Tomón. De igual manera, acotó características en cuanto a El Volcán, Siquisay y Arcangilón. Por mi parte, recorría cada uno de los sitios con cordura e iba percibiendo la inmaculada belleza del paisaje. Claro, la impresión no se hizo esperar y comenzó de inmediato a funcionar mi imaginación. Elucubrada sobre Niquitao y Chejendé. Dibujaba en mi mente casas viejas, construidas con bahareque. Hombres meditabundos y cubiertos de caqui. Mujeres rancias con humo pegado en sus facciones. Niños de mejillas rosadas, introvertidos por naturaleza. El vuelo de mi imaginación pronto se hizo realidad: así eran los primeros seres que observé; ocultos entre ruanas esquivaban con temeridad el carro que veían pasar a distancia. Unos arriaban yuntas de bueyes y vacas de ordeño. Otros, avanzaban en indómitos caballos atravesados por el frío. Sin embargo, en Niquitao no todos los habitantes se circunscribían al cuadro descrito. Algunos presentaban rasgos similares a la urbanidad. De hecho, existía la luz eléctrica y las calles centrales estaban pavimentadas, pese a que la gente mantenía sus costumbres en el tiempo. Es mas, las casas de Niquitao todavía poseen los elementos legados por el español durante la conquista. Son casas solariegas en las que el sol duerme en el centro del patio. Las celosías se niegan a morir y continúa presente en ella el espacio para dos. Las tejas se resisten a desaparecer y el gallo fino canta y aletea con insistencia.
Las arvejas preparadas por Mercedes Caracas y la Laguna de las Pailas, son dos elementos imborrables en la memoria de quienes transitamos varias veces por allí. De igual modo, la compra de provisiones en el negocio de Santiaguito. ¡Ah!, se me olvidaba algo: las conversaciones con Mano Cheque, sus enseñanzas y el juego de gallos; la taberna de Lencho, las mulas amarradas a los postes de las esquinas y los parameros almidonados que bajaban los domingos a misa para encomendarse a Dios; las paledonias obsequiadas por Daniel Jáuregui, Graciela y Alba, pero sobre todo, las narraciones de Daniel acerca del plomo limpio que tuvo que echarse con el gobierno del dictador Marcos Pérez Jiménez, donde casi siempre salió incólume y protagónico.
Con el atardecer, se reflejaba la impaciencia de mi madre por atrapar “la cuna de su nacimiento”. Me gustaba la alegría que reflejaba en su rostro y eso me hacía añorar mas el encuentro con ese enigmático caserío ignorado por tantos y deseados por muchos. Hasta aquí parecieron prevalecer los encantos de Niquitao.
Partimos acomodados en el asiento trasero de un jeep. El chofer, llamado Leopoldo, era un hombre de hablar grueso y de mediana estatura. Ingería un trago de sanjonero antes de arrancar y descender por un angosto empedrado, que conducía hasta el Puente Colgante.


Al llegar allí, todos los pasajeros nos persignamos por sugerencias de Leopoldo y mamá. De seguidas, iniciaron una conversación acerca del riesgo que representaba pasar el debilucho puente y morder con el rústico las primeras piedras del camino. Rememoro que mamá opinó: “Esta cuesta de Chejendé pone los nervios de punta”.

__Cuestión de costumbre---, dijo Leopoldo.

__No se ajuste---, apuntó Epifanio, quien guindaba en la parte trasera del carro.

__ ¿Y no le temen al Burate? –pregunto uno de los pasajeros.

__ Está calmado, y todos conocemos su tiempo de bravura---, adujo el viejo Hilarión.

Sea como fuere, yo retraído en el asiento con los ojos cerrados y recostado al hombro de mi madre, pensaba: “y si este jeep se rueda y vamos a dar a las profundidades del Burate”. De pronto, abrí los ojos al oír que estábamos arribando al árbol donde reposa el guerrero. De ahí en adelante el trayecto era pan comido para Leopoldo. Manifiesto que mi corazón volvió a la calma y empecé a observar de nuevo la acogedora geografía Chejendina. Mamá señalaba con su dedo índice la famosa casa de zinc donde se realizaban las mejores fiestas de la comarca. Interrogando a los presentes en relación con el cálculo de parrandas que allí se habían celebrado, Ciliberto, a quien después conocería como al policía del caserío, respondió: “Pues mire que han hecho fiesteritas en esa casa desde que vivía el difunto Diógenes, que en paz descanse”.
Luego, arribamos a la Mesa. Los muros que bordean la angosta carretera me impresionaron. Son muros construidos con piedras acomodadas, una a una, de acuerdo a los caprichos del terreno. A los lados brillan las mazorcas de oro en las sementeras de maíz, a cuyos pies se enroscan las matas de caraotas. Arriba, en los brazos de los árboles, terminan de acostarse a dormir gallinas de varios colores, dirigidas por un brioso gallo campesino. Mientras tanto, el jeep camina a duras penas. El chofer, despacio, lo va aparcando en el umbral de la casa de Isilio. Leopoldo se baja con el prepósito de entregar una encomienda enviada de Valera por Gregorio Morillo. Saluda a la familia con el termino más usado en la comarca: “ópale”. Isilio y sus sutes nos dan la bienvenida exclamando: “!carajo!”, qué mocoso pa´ parecerse a Angelita, parece que lo hubiera negao ¿Y el otro muchacho, ese que no le gusta venir por ay?” Mamá, mesurada y apuesta, respondió: “allá en la casa, usted sabe bien que estos sitios son para los que nacimos aquí o para aquel que viene y se acostumbra, y eso no es nada fácil”. “Desean un cafecito”, preguntó Isilio. “No gracias, estamos por llegar”, aseveró mamá. Leopoldo se monto de un tirón al indomable vehículo y continuamos el recorrido, topándolos en lo sucesivo con La Escuela del Palcho, que solo pude ver ligeramente.
Al otro extremo de Chejendé veía unas pequeñas casas guindando que suscitaron en mí una profunda tristeza. Siempre me ha conmovido la casa de campo. La nostalgia que sentí creo no haberla sentido antes ni después en la vida urbana. Pero yo comenzaba a entender de lo que se trataba de la vida chejendina. Pasamos frente a otras casas salpicadas de adobe, sostenidas con caña brava. Se presento, entonces, la quebrada con su ruidoso canto, anticipando el hogar de Segunda Tomasa. Penetré en esa inolvidable casa de mis encuentros un atardecer incomparable, cuando el sol ya sin fuerzas se despedía para dar paso a una luna que debutaba despacio en el súmmum chejendino.

Personajes y Mitos Chejendinos

Los personajes chejendinos poseen características especiales. Me atrevería a decir que son antípodas a la realidad venezolana de fines del siglo XX. Son personas de carácter dúctil y alisada sensibilidad. Suelen levantarse con el saludo del alba a desempolvar chamarras para ir a uncir las novillas al árbol fuerte del patio, huerta o solar. Luego comienzan la tarea de ordeñar y empiezan a proferir presagios acerca del día. Si el tiempo está a su favor sus rastros se erigen en paisajes rientes. Abrazan la mata de maíz y regresan animados a la casa para desayunarse con arepa de pelao rellena con queso ahumado y rociada de picante de leche. Nunca falta en la mesa chejendina la papa cocida. Las gentes se encomiendan a Dios antes de iniciar la comilona y en el intermedio conversan sobre cómo pasaron la noche, la recién enfermedad, ungüentos curativos, bebedizos o sobre la salud del vecino convaleciente. Arguyen, por ejemplo, “ayer lo fui a visitar y lo note recuperado y buen mozo. Tiene mejor semblante que muchacho amamantado con leche de burra negra”. Jamás celebran el dolor ajeno. Viven como hermanos en una friolenta comarca que desconoce la misantropía. No laceran y sólo se vuelven furibundos cuando se les hiere su moral. Son cristianos y se idolatran al Ser Supremo. Rezan extensos rosarios para limpiar sus almas. Se levantan cuando se percatan por aviso del sol que se aproxima las seis de la mañana. Descienden camino abajo dispuestos a vencer, como de costumbre, la ardua labor de labriegos. En fondo del desfiladero espera ansiosa la peonada para iniciar con bríos la fuerte correría al lado de bueyes, yugos, arados y garrochas punzantes, que utilizan para hacer que las yuntas arranquen en su esfuerzo por desangrar la tierra que mas tarde será cultivada por las callosas manos campesinas. A los alrededores de la parcela transformada en objeto de trabajo, brilla el trago fuerte que calienta las venas e impele al campesino a la eficiencia laboral. A las doce viene el almuerzo adhiriéndose al contertulio bien sombreado de árboles. Unos se recuestan colocándose el sombrero de cogollo encima del rostro y sus palabras se escuchan entamboradas. Los demás, hablan sobre la manera de bordear determinados recovecos que muestra el escarpado terreno.



Entre tanto, los niños juegan montados en sus corceles de palo fabricados en los rudimentarios talleres del camino real. Las mujeres, por su lado, se instalan a tejer o a palear maíz después de haber concretado el duro oficio de medio día. Oyen a través de Radio Jardín la novela “Martín Valiente, el ahijado de la muerte”. Por la tarde, barren con sui escobilla los alrededores de la casa, llevan el ganado por segunda vez a tomar agua y riegan maíz en el patio para alimentar a las gallinas ponedoras.
En el mundo de las mujeres chejendinas no hay ningún tipo de diversión. Tampoco existen elementos heréticos, pese a que muchas de ellas suelen amancebarse. Las tertulias femeninas circulan sobre la base de la familia, homilías, trabajo, hijos, nietos y comidas. Rara vez se les ve fuera de sus casas y visitan a sus comadres en temporadas de embargo, verbigracia: un negocio, un parto, un muerto. A los hijos, hijas y nietos, les asignan los nombres por medio del almanaque. Son mujeres serias y con palabra comprometida. No quiere decir que de ellas se halle ausente la lenidad. Por el contrario, la lleva enraizada, pero saben distinguir bien el momento en que la van a dejar sobresalir. Sueñan despiertas, como decía mi padre, cuando se sientan en el dintel de sus casas a mirar el embrujo que esconde la montaña. Se comunican con los animales y espantan al gavilán con sonidos extraños. Aman la noche clavando sus ojos en colores móviles que andan arriba de la sementera y dicen adiós a la orilla del río. Desconocen la lujuria e interpretan el sexo como un acto de procreación. Poseen energía intrínseca, por eso dominan las aguzadas armas de los animales. Se azuzan cuando se violan las normas hogareñas y singularizan un gran respeto por los seres de edad avanzada. Denotan buenos modales y, al igual que la parte masculina, son apuestas y amenas conversadoras en los convites de los caseríos. Contemplativas e impávidas realizan sus vidas al lado de sus maridos. Evoco con lucidez intercambios verbales en el bolo del pórtico de la casa de mi abuela Segunda Tomasa:

__Leónidas adiviná qué.

__¿Qué podrá ser?

__Una tirada que hice especial.

__No creo, vajú. Esa la hizo Juan Mateo.

__Pues dígame que no. Yo misma la hice tirándole al centro de los palos y me gané un buche e´ miche más largo que pa` las espuelas de un gallo. Pa´ que aprendás cómo se juega esta vaina.
__A diabla guena tiene usté en la casa misio Leo. Carajo, con una india así puede ganar morocotas y comprarse otro terrenito más arribita. Ojala alguna india de casa jugara así: ___, agregó Juan Mateo.

Juan Mateo es un hombre inocuo. Lleva guardadas adentro las costumbres de su pueblo. Fabricó su casa en el remanso del lugar. Se expresa ríspidamente y habla con insistencia del trabajo. Es la mejor referencia para entender la vida campesina. Repulsa la ciudad, al punto que dice que no la visita por que no tiene cédula ni partida de nacimiento. La gente comenta que no fue presentado en la prefectura y que por eso ignoran su edad. El bromeaba con sus décadas, comparándose con Matusalén. Grita a los amigos del Otro Lado y les ofrece el intercambio de productos. Patea el camino que conduce al Páramo en dos por tres, diría Doña Genoveva: “es un personaje novelesco”. Rememoro una conversación que sostuve con él una mañana en el llano central de la finca de mi abuela:

__¿Juan, usted qué lee?­----pregunté con actitud inofensiva.

__Nada __, respondió fríamente.

__Y eso ¿por qué?

__Po´ aquí no se estudia niño Alexis, hora es que hay puái una escuelita en el Palcho y que enseñan las primeras letras. Pero en mis tiempos ni eso existía. Bastaba con aprender a hablar y meterle el pecho a la tierra, que sigue siendo lo importante.
__¿Usted tiene hijos?

__Sí. Dos hembras y dos varones. ¡Pero dígame que las mujeres no comen pasto!

Marché hacia la casa de mi abuela Segunda Tomasa, llevando conmigo la incógnita de esa última frase. Al llegar plantee a mi tío Leonidas la incertidumbre y de inmediato me explico: “Juan quiso decirte que sus hijas no las pretende o las sonsaca ningún hambriento que se pasee por El Camino Real. Quien ose llevárselas, debe tener con qué comer”.
Cierto, en el campo la aspiración de la mujer se centra en juntarse a un hombre que tenga con qué vivir. Desde luego, no hay otra posibilidad en esa tierra de cimas. Recuerdo a Eugenia laborando en casa de Mana Goya, vestida de azul y hablando entre dientes por la timorata postura de la juventud chejendina. Siempre rememoro su bonita cara y todavía olisqueo su perfume de rosas. Un domingo la vi pasar con su vezado traje, asida a su paraguas azul. Iba rumbo al pueblo a reencontrarse con Dios. A medida que danzaba compelida por su fe, los ojos varoniles fulguraban y ella se erguía en deseo sexual. Era la joven que conmovía a los irascibles hombres de Chejendè, hasta que un dìa Santana, el Palcha, se la robó, llevándoselas por las callejuelas sin nombre que comunican a un enredado bosque que de ningún modo envejecerá por la sorpresiva presencia del díctamo real.

Volví a ver a Eugenia una mañana vendiendo arepas de harina en una casa acomodada en el declive del camino. Es una casa escondida que suelta humo en una de sus esquinas. Las ventanas nunca se abren y todos los chejendinos tratan de inferir lo que sucede dentro de esas enigmáticas paredes. Me conmovió verla ahí. Pensé que formaba parte de la herejía que yo sospechaba fraguada bajo esa techumbre descolorida y habitada por macilentas maticas de la campiña. Mientras tanto, observe los alrededores deleitándome con los rebaños de ganado que yacían la derecha. Los guiaba Pánfilo. Así lo supe después por la voz viva del pueblo. Jamás pude apreciar su rostro, sólo su frágil silueta en la lejanía. Pero mi admiración por Eugenia siguió latente. Quizás la haya visto después. Segura que en muchas ocasiones la pude ver en ese dilatado caserío, pero esa es la última vez que percibí su evocable figura llena de franqueza y jovialidad.
Respiré al hálito matutino y fui acercándome a la bodega de Fulgencio. Me percaté de su pequeña estructura y con prisa di por sobreentendido que ese era el lugar que surtía de víveres la viña de mi ascendencia. Pronto, Fulgencio se enteró de mi presencia y soltó su mano derecha para saludarme: “Salú al niño. ¿Qué me lo trae por ay?” “Un mandado de mi abuela”, reposté. Inquirió de pronto:

__¿Quién es su abuela?

__Segunda Tomasa.

¡Qué bueno!--, dijo Fulgencio.

Compré panela y café para luego continuar mi ruta caminando despacio por el medio del Camino Real. En lo adelante, atisbé a un hombre entrado a la vejez, encorvado por el inclemente peso de los años. Tropezamos en la angosta senda y nos miramos sigilosamente hasta en momento en que él artículo palabra para saludarme. Tenía los ojos marrones y lentos. Sus pronunciados labios se movían con parsimonia. Desasido y escuálido me transmitió un ordalía sobre las gentes chejendinas. Comprendí con prisa que se trataba de un personaje diferente a los que había conocido hasta el momento en la aldea: era un libre pensador.

Me detuve.

“¿Y entonces?”, me interrogó a manera de saludo. Enseguida comenzó a explicarme la geográfica forma de Chejendè y yo captaba con facilidad el contenido de su argumento.

__Caminemos un poco más y verás---, me dijo. Acepté su proposición. El continuó delineándome la vida campesina. En el intermedio del paseo Juvenal señaló:

__ Ves eso. Es la Colina embrujada. Allí vive escondido el fantasma de una mujer que fue asesinada por su esposo de un machetazo en la nuca por haberle faltado amorosamente. Ella sale toda la noche montada sobre el vuelo de un pájaro negro. Dícese por ay que ataca a los hombres por repudio y dolor. Pueda que sea así, no ve que su alma está en pena.

No me inmuté, a pesar de que su cuento no dejaba de impresionarme. Más adelante, Juvenal se detuvo mostrándome con el índice de su mano trémula, una quebrada que corría no muy lejos de la casa de mi abuela.

__ Aquí relincha un caballo después de las diez de la noche.

__ ¿Cómo?

__ Sí, es el viejo Bonifacio que se despide religiosamente para dormir. Vea, pues, que Bonifacio a corrió a varios en lo que va de tiempo. ¡No juegue! A Rufo le hecho un susto que por poquito le cuesta el pedacito de la vida. Fíjese que en esta parte se corren las luciérnagas cuando llega la oscuridad. Lucio me converso una tarde sobre una madrugada que venía jumo de un convite y cuando paso la curva pa´ entrale de frente a la quebrada, porque la hijo e madre estaba tan recrecía que casi llegaba al cielo.

Seguimos y sin tapujos, inquirí:

__ ¿A dónde vamos ahora?

__Déjeme explicarle. Es aquí cerca. Observe aquella casa blanca que se encuentra en aquel filo, ¿a qué se le parece?

__Ah, le dije---, por el farol y las mesas adornadas me parece un sitio de diversión.

__Sí, asintió él---, es un alambique para la diversión.

Pausadamente nos acercamos a la casa. Juvenal pregunto la hora un hombre que se hallaba parado junto a la puerta. Este le respondió:

__Las doce y pico.

__¡Coño!, hora de almuerzo---, exclamó él.

Partimos a casa de Armenio.

Nos recibieron calurosamente y enseguida sirvieron un suculento almuerzo acompañado de la espumosa totuma de leche caliente. Armenio era amante de los diálogos religiosos. Se santiguaba dando gracias a Dios por el pan concedido. Sus hijos, educados bajo el catolicismo y el ideal teológico, compartieron la mesa con nosotros. Fabia, su mujer, hablaba apaciguada como si nada ni nadie la atormentara. De pronto, una niña de ojos verdes y mejillas rosadas se fue adhiriendo con recato a la mesa. ¡Era la Nena ¡ Una impoluta criatura que había venido al mundo para hacer el bien, pese a que también, y lo digo por Elena, era muda. Ella llevaba puesto el manto natural de la biofilia.
A eso de las dos volvimos al mudo errante. Por el centro del maizal nos trasladamos a la casa de Elodia.

Tenía su huerta plantada con papas, cebolla larga y remolacha. Elodia, considerada como la mujer utilitis del caserío, se había casado con el negro Avelino. Vivian en una casa que contemplaba desde lo alto El Camino Real y el lejano páramo donde, según Juvenal, se encontraban los hombres mas agitados y crueles. El me acotaba que ellos eran almas perdidas y entregadas al demonio. Enviaban desde allá cartas y mensajes para ofrecer la venta o el intercambio de productos. En muy pocos momentos se les veía transitar por las cercanías de Chejendè. Para Juvenal estos abominables seres fallecían en la boca de la Laguna Encantada, o se los comía el tigre que rondaba día y noche las peligrosas travesías que conducían a Calderas.
Cuando la tarde terminaba iniciamos el descenso, pero una leve lluvia hizo que nos dirigiéramos a una temible casa de barro con techo de paja. Juvenal, esquivando la temeridad que la misteriosa casa pudiera producir en mi, me advirtió: “Alexis, en esa rancha viven dos mujeres con insólitos poderes. Una es bruja y todas las Semana Santas se monta en un toro que echa candela. Se la pasa leyéndole la mano a los amigos que salen borrados del sitio ese que tiene Rafael Quintero pa´ la gozadera de los paisanos. La otra es comadrona”.

__ ¿Cómo dijiste?

__Sí. Comadrona. O sea, que atiende los partos de las mujeres de acà. Por puesto, yo no tenía ni la más peregrina idea de lo que era una comadrona. Pero rápido comprendí de lo que se trataba.

Juvenal, por su parte, proseguía describiéndome los aconteceres de esa temerosa casa. De pronto, arribamos el sitio pero por casualidad el dúo de iluminadas no se encontraba.

Continuamos la aventura y nos aproximamos a la casa de Ramón Pirulato. Allí todo era diversión. En el patio, varios hombres jugaban a introducir tres monedas en un hoyo hecho en el suelo. El lanzamiento lo hacían desde algunos metros de distancia, marcados con una línea trazada igualmente en el suelo y que, a su vez, limitaba el impulso de los participantes en el juego. Era la usanza deportiva de la masculinidad chejendina junto a la baraja y los gallos. Asistían los bohemios de la aldea siendo los más diestros Electo y Leonidas. El premio lo desmontaban de una de las vitrinas del negocio de Rafael. Uno de los personajes que invitaba a la conversación era Ciliberto. Profería anécdotas referidas a lo circundante, mencionado de modo reiterado su pasión por la música, las juergas y las mujeres. A todas estas, Juvenal se quedaba silencioso sentado en una piedra y a orillas del barbecho. En cuanto a mí, ya lo saben: nada de juegos y de tertulias. Solo el silencio y la incertidumbre pueril me acompañaban.
Llegó la noche y decidimos solazar el cuerpo. Sugerí a Juvenal partir con rapidez, sobre todo por lo que me había contado durante el día. El, sin poner resistencia, se levanto emprendiendo marcha a mi lado y brindándome grata compañía hasta la entrada de la casa de mi abuela Segunda Tomasa. Me respondí:

__Hasta mañana.

__Hasta luego respondió Juvenal.

Penetré a la casa. Un lozano rayo de luz empezó a colocarse por la frágil ranura de la ventana de mi cuarto para mofarse de mi.

El Tiempo

Para los chejendinos el tiempo es de suma importancia. Sus vidas barzonean entre éste y el espacio. La ansiedad espiritual los incita una interpretación del medio. Es un lugar intocable y los hombres que allí están sostienen su vocación de permanencia. Execrarse es un alto riesgo, pese a que muchos se han ido a recorrer las sendas del urbanismo. Son seres arraigados a lo nativo, al dialecto que tejieron con sus telúricas formas de mirar y descomponer las cosas. Jamás utilizan artificios para enterarse del correr temporal. Ni siquiera hay en Chejendé un reloj eclesiástico que informe la hora con el doblez de sus campanas. Solo la imaginación campesina anuncia el ritmo del tiempo. Sabiduría pura emanada de los dioses montañosos que juntan sus voces a la de San Rafael de la Piedrita para atizar la existencia chejendina. Emiten, por ejemplo, lo concerniente al invierno y la sequía. Por eso, los jornaleros chejendinos precisan con exactitud las temporadas de laboriosidad y descanso. Refiero una historia de Juvenal:

__Niño Alexis, po´ acá se trabaja de acuerdo al tiempo. Todos nojotros sabemos bien los meses que son buenos pa´ preparar la tierra y sembrar. Pero también sabemos cuando hay que echale los químicos a la siembra y apresurase pa´ recoger la sementera. Sepa que puestos laos no existe hombre que no haya conoció lo que significa un minuto, una hora, y que nunca haya sentío ganas de trabajar con fundamento. Vea que el jefe de u ministerio de Valera vino pu allí una mañana a ofrécenos y que créditos. Bueno, toitos le prestamos atención porque nos convenía. ¡Pero mire que era zonzo! Ni siquiera sabía de siembra y por la tarde estaba más perdió que cucaracha en baile e gallina. Preguntaba con desespero la hora pensando que llegaba la noche. Los muérganos de poaquí se burlaban diciéndole:

__Aguáitese patrón. ---Que ahora es que falta pa` que entre la noche.

__Pues, mire el hombre andaba extraviao y con razón. ¡Cuando sale un hombre de esos pa` estos sitios! De vaina si no le da una epidemia. En todo caso, no es el primero ni el último que le da, pero es pa´ que usté vea como son las cosas en estos terraplenes de Venezuela.

Tengo que recordar que yo era el único muchacho en aquel caserío que se sorprendía con los cuentos y las explicaciones de Juvenal. Quizás porque era nacido y criado en el cemento. Además, lo sutes de la aldea hacía mucho que lo venían escuchando. Pero eso sí, yo le prestaba toda mi atención y cada palabra fue quedando en mi memoria para siempre.
Vuelvo la vista atrás y no despinto cuál de los campesinos me instruyó en la importancia y las desventajas del invierno. Creo que fue mi tío Leonidas quien empezó un a mañana bastante fría a enseñarme la utilidad del invierno para las cosechas. Agregando, que cuando éste arrecia y amplía su estadía en el hilo del tiempo, las posibilidades de una buena cosecha se minimizan. Los jornaleros, en cambio, se apoltronan alrededor de los fogones soplando chamizas y acalorando sus cuerpos. Son tiempos de frugalidad. Por el camino no se oye pasar nadie. Sólo las ranas prorrumpen sus cantos desde los márgenes. El ganado se acurruca en las caballerizas invadido por una devastadora pereza. El gallo guía a las gallinas y sus congéneres al cepo de los árboles. Los perros se recogen en los rincones de las casas y todo pasa desapercibido frente a sus ojos zarcos. Por la noche se escuchan los tejidos de los rústicos que luchan por sobreponerse en relación con las laderas estropeadas por parte de los tripulantes:

__Se tapio el camino, paisanos---, acota un mesetero.

__Que vaina pa` seria. Ahora cómo trasladamos la cosechita cuando la recojamos.

__Mañana mismo hacemos un convite y nos vamos en grupo pa` las laderas a abrir paso a punta de pico y pala---, aseveró El Palcha.

__Amanecerá y veremos---, solía decir mi tío Leonidas.

Creábamos una incomparable temeridad ese fenómeno natural que sacudía las pendientes chejendinas. Era el inicio de mi adolescencia. Quería fruir en el campo en vez de atemorizarme con la intemperie. Abrigado con atuendos de lana esperaba añorozo el verano. Supe que se acercaba en el momento que vi cerner sobre el cielo chejendino un inamovible rayo de luz que empezó a entibiecer las enlucidas paredes de caña brava. Las hojas de los árboles abrieron sus brazos y en sus cabelleras gravitaban descansados pájaros. Los jornaleros ya no cabeceaban de sueño. Las aves de corral se desplazaban con desenfado por el patio izquierdo de las casas de campo. Me convencí, entonces, que había cesado la vituperada lluvia. Era la hora de emprender de nuevo la dura labor campesina.
A partir de ahí tratábase de siembra y regodeo. Volvió la calma. Los chejendinos dirigidos por su peculiar visión del tiempo retornaron a sus avezadas andanzas y yo proseguí observando y aprendiendo las enseñanzas de mi ascendencia. Tiempo para mí de diversión. Abundaban las parrandas. El agua corría cristalina por las quebradas aldeanas. Pájaros infantes se veían dando saltos en los verduscos prados. Novilladas multicolores caminaban circunspectas rumbo a los pastizales. Era el verano y no se necesitaba explicación. Tiempo nivelador y de meditación solitaria, andando otra vez por los atajos que conducen a las cumbres que bordean a Chejendè. Atajos que a la sazón despiertan las ganas de volar.

Nevando y Azucenas: Símbolos de Ternura

A Arnaldo y Alexis Alejandro

El mundo animal forma parte del sueño de los chejendinos. Desde niños anhelan tener una yunta de toros, una vaca que brinde el alimento y un caballo para viajar los domingos al pueblo de Niquitao. A muy tempranas horas de la mañana se observan meditativos, recostados en los verdes sabanales al lado de sus rebaños. Tazan el desarrollo de las sementeras y al mismo tiempo comentan entre ellos las deleznables figuras de sus coterráneos:

__Electo está ahora más flaco, su rostro empalidece y ya le cuesta pronunciar palabra. Necesita un caldo de gallina negra o una buena sopa de pichón. Así como está se parece a un potro empestao. No tiene aliento ni pa´ moverse en la cama. Si arrea un buey lo arrastra poai pa´ bajo y lo junde en El Burate---, señaló Arcángel.

__Dígame si lo agarra El Pintao que tiene más fuerza que dos carros juntos---, replicó Santiago, y de seguidas agregó: “Recuerdo el domingo que nos juimos pa´ la Mesa a bailar en la casa de los Paredes pa´ celebrar unos miaos de Jacinto. Como a las cuatro de la tarde oímos un bramido que salía detrás de un sembradío de jumangües, ¡ay juela!, era El Pintao que estaba jarto de comer maíz todo el día porque había arrancado de un templón la estaca donde lo habíamos amarrado por la mañanitica. ¡Carajo! qué animal pa´ tener fuerza. La gente del baile, sorprendía, comentaba la reciedumbre del Pintao. Mire que la estaca se le veía pegada a la cola como un juguete. Bueno, toda la santa noche hablamos del Pintao y lo comparamos con otros animales que hay po´ acá igualitos en lo duro pa´ trabajar.

Este comentario de Santiago Briceño, a pesar de que lo comprendía con plenitud, me creaba un misterio mágico sobre lo que mora más allá de lo escuchado. La incógnita empezó a despejarse cuando mi abuela me obsequio a Nevado. Era nieto de Azucena e hijo de la novilla Ceniza. Azucena poseía particularidades especiales. La mansedumbre corría por todo su cuerpo y carecía de cachos para la guerra. Se alcanzaba a ver en la mitad del llano como una vaca encopetada de atisbamientos cariñosos. Su cuerpo estaba parcialmente cubierto por un lugar marrón que descollaba con las caricias del sol. Presta para el ordeño y bramando con apostura, se venia caminando para posar en la estaca central del patio derecho. Segunda Tomasa asía el mecate amarrándolo muy corto al borde del tronco clavado en la profundidad del suelo y empezaba a prorrumpir: “ponte Azucena, ponte”. Azucena cuadraba su cuerpo dejando expeditas las posibilidades de ordeño y Segunda Tomasa oprimía con delicadeza sus rosadas y bambaleantes tetas para succionar la leche espumosa que se serviría en el desayuno. Negàbase Segunda Tomasa al malgastar una gota del cremoso líquido. Lo utilizaba en el cincho para cuajar quesos para la venta. Entretanto, alrededor de Azucena nos parábamos varios niños y la acariciábamos con ternura. Azucena lamía nuestras mejillas como respuesta al cariño brindado, mientras el viento soploneaba en los oídos trayendo el sonido de los maizales.
Terminado el trabajo de ordeño, Azucena era conducida a la quebrada a beber agua. Luego, se imponía la marcha hacia El Zorro. Nos deteníamos en una hoya debajo de la sombra de los árboles y los niños, uno a uno, se deleitaban con Azucena. Ella, sin inmutarse y echada debajo de un árbol, solía descansar un rato. Mi tío Leonidas iba acercándose al lugar con unos de sus toros preferidos, Lucero. Azucena al percatarse de su venida movía su cuerpo presintiendo el calor de su reverenciado padrote. Emparejados, Azucena y Lucero cogían camino al potrero a reunirse con el rebaño de pastoreo donde, muy pequeño, se encontraba Nevado. Unidos formaban un cuadro espectacular. Animales domados por la membruda garrocha se hallaban esparcidos en un enternecido paisaje, cuyo trazo se pintaba en el sosiego. Nevado caminaba con dificultad al lado de Ceniza. Sólo tenía en la punta de su rabo una porción de color negro. Se decía que Nevado era un becerro especial. Había heredado la mansedumbre de Azucena. Mi abuela a muy temprano tiempo lo puso a mi cuido y yo de manera religiosa atendía al pequeño animal que había de erigirse en el mejor compañero de mi vida campesina. Tenía los ojos alegres y las orejas puntiagudas. Fornido de pies a cabeza, corría de extremo a extremo. Buscaba por costumbre esconderse en los lejanos matorrales. Aprendió rápido el arte de vivir en las montañas. Era ágil y gallardo en la batalla. Lucía como ningún otro. Predominaba en las ilustraciones chejendinas. El viejo Juan, usando su vetusta sabiduría, notificaba que ese era un becerro de lujo ganado para la exhibición. En efecto, mi abuela lo cuidó desde sus principios exonerándolo de trabajos forzados. Me enternecía su seguridad y quietud. Nevado era un símbolo de paz que alegraba ese tiempo de mi niñez. Lo llevaba de paseo en las montañas, cuando los campesinos salían con sus yuntas a jalar madera. Brillaba a la vista de todos aquellos que se detenían en los bordes del camino a ver pasar los robustos animales del caserío dispuestos a iniciar la dura tarea de arrastre. Eran tiempos de combatir la rebeldía animal sin tregua ni concesión. Decía mi tío que todo animal rebelde baja la guardia llevando clavo y cargando pesados troncos por muchos días. Claro no se amansaba como la naturaleza de Nevado, pero el comportamiento del toro o buey después que le quitaban el yugo era distinto.
Antes de terminar el recorrido, Nevado y yo partíamos por la parte norte de la ladera. Me esperaban allí amigos con sus toros en mano. Jugábamos a emular a los mayores enyugando nuestros pupilos y arando pedazos de tierra. Nevado se prestaba tranquilo para la acción lúcida. Yo me daba cuenta de su condescendencia dejándolo caminar a ritmo libre. Así, pasábamos días enteros sin noción de temporalidad. Por las tardes, cuando todo terminaba, llevaba a Nevado al pozo de los cantos para que saciara su sed. Venia la noche y con ella el apaciguamiento en el potrero al lado de Azucena. Al otro día, muy temprano, Azucena y Nevado se levantaban sobresaltos por la vocinglería de los pericos dispuestos a proseguir la faena. Mugidos de becerros, ladridos de perros, cantos de gallos y gritos de peones, saludaban en el nuevo amanecer a la dulce pareja animal de ese mundo mágico chejendino.

El Golondrino de un Sueño

Volví al golondrino una mañana de octubre. Allí el sol fulgura por los cuatro costados. El aire sopla con fuerza desde los pájaros que bordean de modo circular a Chejendé. Despacio viene acercándose el olor a tierra sagrada, produciendo una sensación de regreso hogareño. Las plantas brillan diferentes al resto de la siembra de la comarca. La gente, además de bonachona, caritativa y atenta, trabaja placenteramente paseándose con sus bueyes de lado a lado, musitando melodías mexicanas. Niños de ojos rasgados balbucean bajo la alegre vida de los golondrinos que salen de los agujeros de una casa vieja, desolada por el tiempo. Todo persiste en armonía: colores, viviendas, arboledas, caminos. Parece un sueño inmanente. La mano del hombre no ha osado humanizar el paisaje. Los siglos se detuvieron en el tiempo. El dinamismo ecuménico no se percibe. La vida en este espacio es similar a una acuarela fijada en la pared. La felicidad natural brota en los rostros campestres.


Yo, venido en congoja, me percato de la paz que brinda aquel sitio en medio de sus brazos. El olor a jumangües no tarda en llegar. Renace la fibra poética y el remozamiento invade despacio el espíritu marchito por los quehaceres urbanos. Crepita la quebrada larga y el arroyo vuelve a invitarme a la quimera infantil. Regresa lo nuevo y recorro aquellos caminos dorados que cuando niño me conducían al potrero donde pastoreaba a Nevado y Azucena.

Recostado en el viejo árbol de mi puerilidad, contemplo hasta en su mínimo detalle al persistente Golondrino, teñido por el azul que vierte el cielo en las mañanas chejendinas. El árbol brinda el sosiego que necesita el hombre solitario que vuelve con ganas de soñar. Deleita con la música con sus ramas dilatando el placer de la existencia. Sabe transmitir la dicha campesina. Conoce a profundidad las cantonadas del río y eleva el alma a lugares inconmensurables. Por eso, me comunico con el esgrimiendo hasta no poder su paciencia.

Cerca hay una huerta atesorada por calas, novios y pensamientos. Me acomete el deseo de visitarla y al estar ahí, siento que estoy sumergido en un nuevo paraíso terrenal. Corto flores y recojo moras encubiertas en el recodo. Observo el humo que se despide pausadamente por la chimenea de la casa, confundiéndose con el color del cielo. Camino sin premura otra vez buscando el centro del Golondrino.

Imágenes extasiantes atosigan el pensamiento. Figuras de mi ascendencia toman aire en el peregrinar queriendo quedarse a mi lado como en tiempos anteriores. Hubiese dado la vida por su compañía real. Por ellos bebo, fumo y canto. Por ellos escribo y ultrajo el firmamento. Por ellos regreso siempre a los hechizos del campo. Si ellos aun vivieran los tendría presentes en mi diario trajinar y les explicaría todo con respecto a mí. ¡Cosas del destino! Miro a la diestra y viene acercándose el inmaculado rostrote Remigia que sonríe, balanceando sus trenzas enligadas, regalándome la pureza juvenil ¡Que retozones somos los urbanos!

Se muere la tarde. El sol se despide por una ranura de la montaña. Me siento enervado. Sin embargo, sigo caminando y tropiezo con un rebaño de novillas que consumen sal en la piedra preparada para eso. Retorna la nostalgia con el matiz de la niebla. Desciendo a la vieja casa de Segunda Tomasa. Hora de descanso. Pienso en el recorrido del día y concluyo que el Golondrino es un lugar para la inspiración caballeresca. Es otro orbe. Otra historia para contarla con frases diferentes.


La Escuelita del Palcho

A Andrés Javier y Bethania

La Escuelita del Palcho fue construida por la buena voluntad de los viejos campesinos del caserío. Sabían edificar un espacio donde las nuevas generaciones buscaran el sendero de la sabiduría. Cimentaron así una pequeña casa con adobe y caña brava. La ubicaron en plena camino real. El sol penetra alegre llenándola de luz en todas sus partes. La puerta era ancha y el piso de tierra macerada. En su interior irrumpía un frió adherido a un halito de penumbra. A los lados, los goznes hermanaban las ventanas. Al frente de la puerta, detrás del escritorio del maestro Rufino Araujo, se encontraba posada una reluciente fotografía del Libertador, alumbrada con velones y adornada con flores silvestres. A la derecha del gran hombre, un enlucido altar cuyo centro era la imagen de San Rafael de la Piedrita. Revoltosos niños observaban al estilizado maestro, escuchando impartir clases por el manual de Carreño. Cerca humareaba la casa de Isilio Morillo. Tenía un jardín de espigadas flores. Allí preparaban el alimento que ingerían las pueriles criaturas en tiempo de receso.
Recuerdo un día, cuando tenía nueve años, me aproximé a la escuelita muy temprano pensando compartir clases con la muchachada. Ubiqué un puesto trasero, prestando atención al pulcro maestro que disertaba sobre la economía venezolana. Pusilánime, oía decir al letrado don Rufino, que Chejendé era un sitio importante para el desarrollo de la región. Agregaba sus riquezas y explicaba diligentemente el paisaje chejendino. Era una especie de cultura viva donde el trabajo y los valores culturales se unían en pos de un camino. Yo pensaba en reproducir la memoria de aquella aldea que todavía duerme entre nubes. La preciosidad de sus picachos extasiaba el alma ingenua de un niño que oía pronunciar la hermosa arenga de un maestro pueblerino. El fámulo de la escuela sostenía en sus manos el mapa de Trujillo y por ninguna parte aparecía señalado aquel lindo caserío venezolano. Una sombra brillaba a lo lejos. Sosegada fue mostrando su color verdusco. Por encima de nosotros pasaron ligeros pájaros de todos colores. Sonó la rudimentaria campana que alertaba el descanso y corrimos a jugar en un terraplén coronado de almenas. Odila se escondió en el jardín adyacente calentado ya por la luz del sol. Aquella mañana ella erguía su rostro y aspiraba el aliento del rosal.

Al poco tiempo el bramido del Burate interrumpió la hilaridad matutina y el maestro deslizàbase por el patio llamando a la reanudación de la faena. Volvimos a entrara en calor educativo. Mientras tanto, me percataba de todo lo que sucedía alrededor de la casita contigua a la escuela. Me inspiraba la misma cierta melancolía con sus pequeñas ventanas y puertas que se movían con letargo, transmitiendo ruidos de oxidadas bisagras que se negaban a morir. Idilio, parado en el corredor, iba cantando melodías acopladas con la brisa. Veía mesnadas de hombres labrando en laderas aledañas a la escuela, que gritaban:

__ ¡Huyan, huyan!

__ ¡Son los niños espantando el malévolo gavilán!

Mi abuela, que poseía sabiduría natural coaligada con extensos estudios bíblicos, llegó a buscarme. Luego de revisar mi perplejidad me explicó con detalles el significado de la desesperación infantil, preguntando a posteriori acerca del contenido de la clase de Rufino. Al enterarse, adujo: “Chejendé es una pequeña aldea montañosa perdida y olvidada en la geografía nacional, y, a la larga, cuando los tiempos pasen y aparezcan cosas mejores en la ciudad, Chejendé no tendrá sentido para nadie. Será una aldea atrasada y sus habitantes tendrán que buscar refugio en otros lados”.

Intenté entender sus apasionadas frases al notar que en ellas yacía sapiencia para el futuro. Comprendí su presagio, que ahora parece ser real. Era el Chejendé de sus sueños, que desde niña lo llevaba guardado muy dentro de ese músculo que late aprisionado por huesos. No conocía otro universo. Más a la vez, infería el final de un destino y la superposición de artilugios diferentes que forjarían en el hombre venidero el apasionamiento por la era tecnológica.

Hoy, cuando he vuelto a encontrarme con la vieja escuela del Palcho, siento pesar por lo aducido sobre esos instantes pueriles. Sin embargo, en esa querida e íntima escuelita sigue presente el sueño vital de lo contemporáneo. Regresaré siempre a ella y elucubraré en su interior mejor que en cualquier sitio de la ecúmene. En ella se permite crear con corazón libertario, a pesar de transitar caminos tan espinosos para volverla a tener delante de mis ojos.

Rafael el Botiquinero

La imagen de botiquín de Rafael Quintero se iluminaba en la memoria de los chejendinos. Todos, hasta la última generación, visitaron la divertida casa donde extraían el licor sanjonero que solían ingerir para retirar el hastío y armonizar en comunidad. Para llegar a él, había que precipitarse por una larga escalera empedrada que conducía al corredor. Estando allí, asomaba su rostro una morena evanescente que saludaba con decoro a los visitantes. Obsequiaba ósculos de paz. Luego, se dirigía al centro de la casa para buscar el fuerte aguardiente que aliviaba las almas de los humildes campesinos. Ella los recibía con elegancia y gratitud. Rafael se iba acercando con la palabra a flor de labios y abrazos de amabilidad. Poco a poco, el diálogo cogía calor y la conversación giraba sobre un mismo punto: siembra, cosecha, ganancias… Tenían el culto del terruño. Amaban los animales, la vegetación y el agua que corría apresurada por el Burate. Jugaban en una pequeña pradera que se ocultaba detrás de un erguido árbol. Jolgorios de azar y remoquetes de animales asignaban la diversión. Peleas de incansables varones irritaban los rostros de los observadores que aplaudían con fervor al macho seleccionado por sus pupilas para triunfar. Batíanse sin miedo en el campo de combate. Yo miraba al fondo de la polvorea el cruce de los brazos de los fuertes hombres. Los perros ladraban con ahínco. Rafael intervenía paralizando el aguerrido encuentro. La sangre crispaba los corazones del pueblo y los labios de los contendores expelían humo blanco. La mujer morena dejaba caer su mirada de terciopelo negros en los cuerpos ensangrentados. Ofrecía un trago al vencedor y colocaba la música para que prosiguiera la parranda. Vuelve la calma. Enseguida los presentes se trasladaban al bolo y reinaba la diversión. Entre cielo y niebla se escuchaban los cantos del grupo de parranderos que alegraban la velada. Se sentía el sabor de la soledad.

En mí, reina la paz espiritual. Quedan en el recuerdo el páramo, el río, las nubes y la noche. Convoco imágenes coloreadas de memoria en horas taciturnas. Vuelvo a recorrer los alrededores del botiquín divisando la alameda, las tejas y cornisas. De pronto tropiezo con un corazón de Jesús ubicado cerca de un taburete que pareciera servir de asiento a la persona que desea realizar la oración.

Amplío el vistazo y percibo el copioso alambique de Rafael. Su pasión por el trabajo bohemio era clara. Acendraba a los visitantes su condición de botiquinero. Sonreía orgulloso por ser el único que expedía el licor en el caserío. Había en él una erudita visión de lo mundano. Nada perturbaba su gozo. Fungía como el hombre de humor, comunicando anécdotas de las familias pudientes de la aldea. Rechazaba a los hombres pendencieros, no por miedo, sino por recato dentro de su negocio.

Entretanto, hay algo que si me sorprendió. La insistente creencia en el misterio de las hechiceras. Me sorprendió, por que el hombre campesino lleva prendida con fuerza volcánica la pasión por el catolicismo. Siempre están invocando a Dios para que los ampare de los avatares cotidianos. Piensan que su existencia depende de las decisiones de un ser omnipotente que ha creado esta penitenciaria mundana. Por eso mi perplejidad al entender que el ímpetu y el valor del campesino pintan en el instinto de conservación religiosa, y, un día repentino, aparecen saboreando el misterio de las hermosas brujas que, según Rafael, parecen venidas de misteriosos lugares. Cosas de cumbres que cada vez se me tornan menos indescifrables. Sin embargo, pregunté a Rafael por la ambivalencia para salir de dudas, y respondió: “Sé lo que hago. Conozco el mundo de la hechicería desde que era niño. Además, por estos lados quien diga que no lo conoce es un grandísimo embustero”.

Asentí en silencio, regresando a casa. Había entrado la noche y las estrellas brillaban sobre el caserío. Pasé mucho tiempo analizando el asunto y cuando decidí tornar para aclararle a Rafael su farragosidad mágico-religiosa, él ya no estaba. Había partido con algunos de sus amigos a acendrar el enigma en el mundo de los muertos y… del amor.

Pa´ el Pueblo, a los Gallos

El juego de los gallos forma parte de la tradición chejendina.

Los campesinos alimentan sus briosos pupilos de pelea, afilando sus espuelas de veinticinco para el sangriento combate que espera los sábados y domingos en la pequeña gallera de Lencho, en Niquitao. Los hombres parten a muy tempranas horas de la mañana, vestidos con sus mejores trajes y luciendo el resplandeciente sombrero de la moda pueblerina. Alegres se deslizan por el empedrado camino cubierto con enredaderas. El sol calienta sus cuerpos y el gallo pinto se dispone a enfrentar la muerte desde tempranas horas del fin de semana, en una aguerrida querella que comienza al finalizar la misa matutina que impele al montañés a participar en tan cruenta batalla, después de haberle entregado su alma a la providencia. Impávido, penetra en el sangriento sitio circundado por pequeñas gradas de madera urdidas con áspero material y rodeadas por paredes blancas estigmatizadas por números que no sabría descifrar. Es un sitio para la necrofilia, diría yo. Pero, para el campesino, es un escenario donde cunde la diversión. Antes de comenzar el combate, ingieren el fuerte licor sanjonero y se escuchan los comentarios sobre los pupilos del día. Apuestan enterados de las posibilidades del gallo preferido por ellos para el encuentro. Gritan:

“Voy al pinto”. Anuncian una cantidad y la mayor parte de las veces la duplican. Son tan serias las apuestas como la palabra del gallero y nadie asoma la más mínima duda en relación al dinero jugado. Es un evento serio y enraizado en el campesino. Nada lo perturba en el momento del combate. Sus ojos permanecen fijos en los movimientos de los sangrientos animales que clavan las espuelas en sus cuerpos sin retroceder un segundo frente a la cruel embestida.

Lencho dirige la disputa y levanta su gallo en señal de que será el próximo animal en el ruedo. Buches de buena guaruza sueltan los galleros a sus enardecidos pintos, convencidos de vencer en la jornada. No hay duda de la valentía del criador y su ejemplar. Uno, batiéndose en la arena, y el otro, apostando en su gallardía con la aspiración de acrecentar su fortuna. Apuestan sin miedo alguno de cero hasta grandes sumas de dinero. Utilizan la siguiente frase:

“¡Quien dijo miedo! Pa´ lante que pa´ tras espanta”.

Mano Cheque se levanta y arriesga. Ha venido de la distancia acompañado de sus furiosos animales dispuestos a participar en esas luchas sabatinas y domingueras. Se siente seguro, pese al nerviosismo natural que lo caracteriza. De pronto, grita: “trenza blanca pa´ zapato negro”. Frase segura “pa´ echar el resto”, al decir de la sapiencia pueblerina. Dobla la cifra Luís Gil, acompañado de su tío Diógenes, que de correlón no tiene nada. Avanzan los gallos al centro de la arena mojada para defender el honor y los intereses de sus dueños. Luchan a rabiar sin tregua alguna, sus picos se comparan en combinación con los filosos aguijones que refulgen en el aire prefigurando la muerte. Escucho la algarabía de los espectadores. Cambio la vista y percibo en el balcón del ala izquierda, un rostro de mujer entristecida. Se que no es para menos. El llamado “sexo débil” ama la sutileza humana. Siente la delicia de seguir adorando el enigma de lo existente. Sabe que la fuerza elimina la posibilidad de verdaderamente humano. ¡Mujeres! Hermoso espécimen cuya alma de niño repudia el sacrificio divertido. Se va la tarde y con ella viene el adiós al color púrpura de la diversión.

Domingo en la Piedra de la Gotera

Para los chejendinos los domingos son días de paz y reflexión. Luego de venir del pueblo liberados de toda culpa, se trasladan a la Piedra de la Gotera. Comentan el sermón del cura en la iglesia. Arguyen sobre los juegos de gallos y los botiquines de pueblo. Se recuestan en la suave hierba de la ladera intercambiando risas, alegrías y fantasías. Son plácidas tardes cuya dulzura extasía a los viejos del caserío que pronto inician sus relatos supersticiosos. Me refiero a los cuentos de mis ancestros sobre seres aparecidos: la llorona y el espantapájaros gigante que evitaba la arremetida contra las cosechas, imponiendo respeto desde muy tempranas horas, clavado en el centro de las sementeras. Según ellos volaba por las tardes recorriendo los alrededores de las fincas, compenetrado con la alegría del Burate.
Nosotros, los seres más pequeños del grupo, oíamos las tertulias de los mayores mientras sobaban nuestros cabellos, extasiando las pueriles almas al punto de hacernos sollozar de miedo. Segunda Tomasa se sentaba en la esquina de la piedra y emprendía su clase magistral describiendo las partes, su constitución y el por qué de la gotera. Suscribía ella que las manchas negras que tiene la piedra en su piel, no era otra cosa que lágrimas derramadas por regocijos y tristezas temporales. Apuntaba que la piedra era un regalo de los dioses que nadie ha podido descifrar. Viajeros, excursionistas, estudiantes de ciencia, han querido olisquear la magia de esa inmensa roca. Penetran por debajo de la misma llegando hasta el fondo de sus raíces para a posteriori quedar exhortos al atisbar que no existe una fuente de agua que alimente las entrañas de la histórica piedra. Interrogan a los campesinos que responden con pureza y oliendo a tierra sagrada: “no tenemos idea de donde proviene el acertijo natural de esta piedra”. Los inquisidores apenas alcanzan a grabarla en el ojo mágico de su cámara. La tocan con delicadeza y toman muestras para trasladarlas a sus laboratorios.
Recostados a sus orillos, con los pies mirando para el camino real, reanudados la conversación sobre la trascendencia de la piedra, esa exorbitante roca nacida en el centro de una ladera surcada por árboles que forman una especie de pasadizo donde juegan los “volantones” de la comarca. Son criaturas encotizadas y vestidas con indumentaria dura para el combate campestre.
Levantábanse de pronto los viejos conversadores a divisar los rústicos que descendían de Las Mesitas. Argüían distintas apreciaciones y apuntaban con regocijos las hazañas de los furibundos vehículos que pasaban despidiéndose rumbo a Bocono y Valera. En el remanso, yo permanecía escuchando a mi abuela contar otras historias relacionadas con el origen de la piedra. Decía que a mediados de siglo pasado, en el incipiente caserío se oyó un estruendoso sonido que nacía en la cima de la montaña. Era el desprendimiento de la agigantada piedra que comenzó a bajar a pasos lentos, precipitándose por el terreno hasta detenerse en ese lugar donde todavía permanece. Según mi abuela, al acercársele atisbaron que el cuerpo de la piedra estaba mojado. Parecía recién bañada. Buscaron al cura del pueblo y formaron el rezo correspondiente a los extraños fenómenos acontecidos en esos lejanos lugares.
Ningún domingo se concluía el tema de La Gotera. Faltaba tiempo para tertuliar al pie de esa ladera soleada y surcada por los caminos que conducen a los páramos tapiados por la niebla que empezaba a visitar a Chejendé alrededor de las cinco de la tarde. Terminaba así un contertulio dominguero y la noche iba acentuando su llegada como una sombra alegre que cae sobre el caserío invitando a descansar, luego de ingerir la suculenta cena de papa morada, picante de leche y queso ahumado en el negro fogón. ¡Ah el Chejendé de esos tiempos! Bello y sonriente como los sonrosados rostros de su niños. Caserío inolvidable y alumbrado en las noches por una luna grande que simulaba desprenderse, cayendo en reflejos sobre los canos cabellos de la piedra que goteaba sobre la tierra abonada por mis antepasados y dejada atrás aquella mañana que emprendieron temerarios viajes por diferentes caminos. Unos partieron arreando sus mulas por los terraplenes que conducen a Calderas y Barinas. Otros, arriaron sus bestias, enruanados y comiendo panela, por el medio del camino real. Se dirigieron al pueblo dispuestos a enfrentar el reto de la ciudad. Valera solía ofrecer mejores condiciones de vida, pese al analfabetismo que los caracterizaba. Para allá se fue mi padre agobiado por la orfandad.


Fue un viaje largo y el hambre la mitigaron con panela que traían enmochilada. Caminaron muchos días por empedradas callejuelas. Ignoraban el destino. Sólo tenían como ilusión la subsistencia y un futuro amorío que terminaran en casorio para, al menos, no morir desolados en terruños ajenos a la incomparable vida chejendina. Ahí llegaron y se quedaron para siempre rodeados de colinas que les recuerda la imagen de aquella piedra que sigue firme en los brazos de un paisaje humedecido por lágrimas celestes.

La Ambicionada Caracas

Una tarde de agosto regresé a Chejendé. Hacía largo tiempo que me había retirado de ese encantador caserío a consecuencia de mis estudios universitarios. Fueron cinco años sin saber de él. Sólo los visitantes que se acercaban a mi casa en temporadas de cosechas y transacciones agrícolas, solían informarme del pueblo ancestros y de mi cándida infancia. Repetían sin descanso: “Chejendé se está quedando sin habitantes. Nadie quiere ya vivir allí. Los únicos que se resisten a la partida somos aquellos que nos sigue gustando el trabajo de la tierra”. Al hablar transmitían sus angustias y tristezas. Eran hombres nacidos en las entrañas de ese pueblo paramero que succiona la mirada humana. Seres por cuya sangre circula la bondad. Hombres dolidos por inconsecuencia de sus paisanos. Coterráneos ancestrales amparados en amuletos que cuelgan en sus anchos y musculosos cuellos. Supersticiosos campestres que le huyen a la vida urbana permaneciendo retraídos en su manera de actuar.

Nacidos para la vida sedentaria y austera, comentaban que los coprovincianos, a pesar de costarle adaptarse a la vida urbana, se marchan a las ciudades ----sobre todo a Caracas---- ambicionando una mejor forma de vida.

“Sabemos lo que cuesta pa´ un montañés vivir en esos menesteres, pero qué se le va a ser a esa gente tan porfiada que prefieren vivir mudando el cuero de sol a sol que estar en lo suyo comiendo y durmiendo a su antojo. Poallá no falta aunque sea el rolo por las mañanas y las noches. Ahora en esa Caracas que lo que puede es matarlo a uno. Bajú, yo prefiero mi vida cerrera y escondida entre luciérnagas que ime Poallá a sufrir miserias”, adujo Miguel Hernández.

Oí con detenimiento durante mucho tiempo este tipo de opiniones, hasta que decidí partir unas vacaciones de agosto a cerciorarme del asunto. Retorne con basta alegría encontrándome con un grupo de chejendinos que me saludaron con asombro. Imaginé al instante que se trataba de la perplejidad de las gentes frente a un leve mortal que volvía transformado culturalmente. Tuve que detenerme. Bajé el vidrio del rústico donde viaje rumbo a la casa de Segunda Tomasa. Estreche mi mano derecha con la diestra callosa de aquel grupo de hombres. Dos de ellos montados sobre sus caballos y el resto parados en las orillas del camino que transitábamos en una mañana de árboles tupidos y pajonales que daban vuelta a lo lejos.

“¿Pa´ dónde va?”, preguntó Armenio con voz queda, acercándose cauteloso al vehículo. “Para la casa de los sueños pueriles”, respondí sin agregar más. “Pudiera ser que no lo entienda, Alexi”, anexó Aparicio Morillo, quien también viajaba en el carro.



“Explíquele que usted vuelve para encontrarse con aquel Chejendé que conoció a su niñez”. Caí en cuenta e inmediatamente cambié el lenguaje. Interrogué a los presentes en relación a la vida de las habitantes del caserío y sus respuestas coincidieron con lo dicho con las personas que visitaban mi casa en los tiempos de mis estudios universitarios. Todo se tornaba acicalado. La mayor parte de la gente se había marchado a dos ciudades: Valera y Caracas. Cierto, muy pocos chejendinos habían resistido a la tentación urbana. Claro está, las precarias condiciones económicas los obligaron a abandonar ese pequeño paraíso. Ningún gobierno regional presto atención a sus dolencias pese a ser un caserío rico en producción agrícola. Por eso, tuvieron que partir en diferentes oleadas cuando la espesura de la noche desaparecía tras los matorrales y la luna se borraba apareciendo un alba que los guiaría a través de las veredas, mesetas y laderas, a espacios ignorados y solamente conocidos por medio de la verbosidad vanidosa de uno que otro chejendino que había acudido a ellos en busca del progreso.

Continuamos el viaje comprendiendo ya la desolación del caserío. Me quedé pensativo virando mi vista a la izquierda en el momento que todo se iba poniendo oscuro y hostil. Grillos y luciérnagas jugaban paseándose por el monte. De pronto, no supe qué hacer. Bajé del rústico despidiéndome de los compañeros de viaje y una suave lluvia inicio su caída sobre el jardín. Penetre en la casa y descanse hasta muy tempranas horas de la mañana. Observe por el postigo de ventana un par de pajaritos detenidos en la rama más alta del uvito que adorna el lado delantero de la morada. Estaban en las alturas meditabundos, al igual que nosotros. ¿Quién sabe de sus elucubraciones? Quizás inferían lo mismo que yo en cuanto a los que se marcharon a al urbe dejando el caserío en la más absoluta soledad. Empecé a sentir la lejanía y mi cuerpo se fue deprimiendo al punto que la tristeza invadió todas mis viseras.

Comenzaba a clarear la mañana. Sonó la puerta y me acerqué a abrirla topándome con la figura de Juan Mateo que se había tropezado con Aparicio por la noche. Me saludo afectuosamente atisbando mi rostro triste. El cielo se mostraba profundo y Juan por tertulias nocturnas entendió mi padecimiento. Acotó que Chejendè seguiría existiendo a pesar de la emigración. Señalo sonriente que todavía hay hombres trabajadores pa´ rato. De entrada, entendí que Juan había sido enviado para consolarme. No obstante, su tragedia era inocultable: entre los emigrantes figuraba una de sus preciadas hijas que ahora vive en Las Mesetas de Chimpire. Hice todo lo posible por no entrar en detalles y preferí conversar acerca de la vida en la ciudad. Empecé explicándole un recorrido que realicé en tiempos adolescentes por la urbe caraqueña. Dibujé verbalmente los barrios con sus calles estrechas, ornamentadas con pequeñas casas de adobe y cartón. En ellas yacían ladeados ventanales construidos por el nuevo recurso arquitectónico venido de las alturas montañosas de Los Andes Venezolanos. Casa donde el hacinamiento es algo normal. Extrañas viviendas que expelen insalubres olores. “Hogares” que en el fondo deparan numerosos niños jugando con trastos inventados por ellos para la acción lúdica. Miserables ranchos urdidos por la necesidad y el asombro deseo de sentirse civilizado.

Paradas en las ventanas, las mujeres asomaban sus pálidas caras. Habían perdido sus energías y sus cuerpos amorfos pasaban de cuando en cuando por las exiguas esquinas de las calles. A veces me las tropezaba en los zaguanes del barrio. Ellas, utilizando la displicencia que produce la vanidad marginal, me ignoraban adrede. Yo, citadino y enterado del cuadro de yuxtaposición que ofrece la vida urbana, no me daba por aludido, por contraste, esperaba de antemano que eso sucediera. Era como un presagio hecho realidad y la garganta se iba secando segundo a segundo eliminando la posibilidad de articular palabra y confundiéndose con el recuerdo de la hermosura chejendina. Pesares de provinciano. Dolores que yo sabía que iban a pasar.

Así fue mi estadía y mi impresión causada por los chejendinos en Caracas. Rememoro que estaba en La Vega y regresé al cuarto donde me hospedaron unos amigos, intentando dormir después de ese cuadro tan trágico. Amanecí en vela y ahogado en aquel angosto pasadizo. Ahí mismo decidí volver a mi provincia adorada con la imagen de Chejendé fija en mi memoria. Decepcionado por lo visto, me propuse rescatar, Juan Mateo, la riqueza y las costumbres de ese Chejendè que sobrevive en la montaña, atravesado por un camino que luce por el resplandor de las casas solariegas que llevan en su interior en su deleite de vivir y el sueño de irse en paz a la vida eterna. ¡Ah! El Chejendé de siempre. Ese que sonríe en las alturas del incomparable Burate.

Chejendé Hoy

Chejendé prosigue metido en las alturas montañosas de Niquitao. Desde sus cimas divisamos el prodigio paisaje que se derrama hasta las orillas del Río Burate. Allí el aire es suave y saluda con aroma de campo fresco. Las flores silvestres viven a merced de los vientos. La tierra quieta ofrece su fertilidad natural. Murallones montañosos soplan en las alturas de la teta de Niquitao. Las viviendas continúan colocadas en lugares seguros para la siembra. Nada a cambiado dentro de ellas. Los aposentos refugian con tranquilidad, amparando a los visitantes por medio de la milagrosa mirada de San Rafael de la Piedrita que se desprende de los altares. Las llamas de las velas pendonean en el centro de esos santuarios y permiten sosegarse. Entre los nativos perdura la afabilidad. Las mujeres todavía visten la clásica indumentaria campesina y atraen con sus rostros radiantes. El viento blanco sigue soplando con fuerza sobre las sementeras y callejuelas chejendinas. Por donde se pasa se siente el rumor del aire y los colores se mezclan cremoso maíz del Burate que se viste de gala en las mañanas. La cornucopia de bienes naturales suele mantenerse como el firmamento. La ociosidad es enemiga del hombre y la mujer chejendina. Ambos quieren su terruño y laboran en comunidad. Rechazan el egotismo al darse por enterados de lo complicado de su faena. Hasta el más pequeño es aprendiz del cultivo de la tierra y tendrá participación directa en los convites.

Así es Chejendé, caserío encantado de Venezuela por donde pasaron tiranos y mandamases al pisatrote recio de los caballos. Tierra de amigos descrita ligeramente por Orlando Araujo en su excelente obra titulada: Compañero de Viaje. Tierra donde pasé mis mejores años e intercambios pueriles. Allí corrí entre matorrales, jugué al jinete de Martín Valiente, corrí tras becerros y vacas, me perdí entre la niebla escalando montañas, dormí bajo los jumangales que embellecen los alrededores de la quebrada, labré sementeras y viví profundamente, que es lo más importante para el hombre. Por eso, me siguen sus imágenes y evoco la cordialidad de sus gentes. Es el recuerdo de un caserío que proseguirá siendo un cautivador de pupilas en cuyas montañas y paisajes perdurarán incomparables historias. Allá viví y dejé parte de mi vida… Hoy regreso para escribir estos recuerdos y las nuevas ilusiones que me entrega Chejendé para sellarlas con tinta en el sueño eterno.

Biografía

Alexi Berríos nació en Valera, estado Trujillo, en el año 1962. Estudió en La Universidad de Los Andes y cursó la maestría en Docencia para la Educación Superior en La Universidad Rafael Urdaneta, Núcleo Valera. Actualmente, es profesor de La Universidad Simón Rodríguez y de La Escuela de Ciencias Políticas de La Universidad Valle del Momboy. Ha participado en congresos, seminarios, foros y ciclos de conferencia relacionados con el conocimiento histórico. Asimismo, es columnista y articulista ocasional en diarios regionales y nacionales; autor de los libros Gómez y las Relaciones Internacionales, Cipriano Castro contra el Imperialismo y meditaciones, además de coautor del texto de ensayos titulado Los Escondrijos del Ser Latinoamericano.