Tomado de PIZARRON. PAG. 393-394
Arturo Uslar Pietri. 22 de marzo de 1992
Hace muchos años, en horas propicias para proponer caminos hacia el porvenir, hablé de una Venezuela posible. La había entonces y sigue habiendo hoy con mucha más razón. Esa Venezuela posible no era otra cosa que el diseño de lo mucho de positivo que se podía alcanzar, en breve tiempo, si se lograra hacer una combinación justa, un planteamiento claro y un aprovechamiento sensato de todos los enormes recursos humanos y materiales de que dispone este país.
Es evidente de que si los 250 mil millones de dólares, grosso modo, que el petróleo le ha producido a Venezuela en los últimos veinte años se hubieran invertido sensatamente para lograr de esa inversión el máximo de provecho social y material, y que si se hubieran utilizado igualmente las capacidades crecientes de decenas de millares de Venezolanos con calificaciones profesionales de primer orden, hoy podríamos ser realmente uno de los países mas prósperos y desarrollados de la América Latina, un país sin deuda externa, con buenos servicios públicos, con la mejor educación para todos y la mejor salud para todos, con amplias oportunidades de porvenir y con una población marginal manejable y en continuo descenso, porque la educación, por una parte, y el crecimiento económico, por la otra, le habrían proporcionado un destino útil a cada habitante del país.
¿Por qué no fue posible lograr esto y, sobre todo, por qué sigue apareciendo utópico proponerlo siquiera en el día de hoy? Habría que comenzar por hacer una revisión rigurosa y sincera de todos los errores conceptuales y materiales que nos han llevado a esa situación. La causa principal, sin duda, de todos los males, es el uso irracional que hemos hecho de la riqueza petrolera. En lugar de haber construido moral y materialmente un país moderno, parecimos dedicarnos a perpetuar viejos vicios y desviaciones. Logramos hacer un Estado inmensamente rico en medio de una población que, en lo esencial, sigue siendo atrasada y marginal. La mayor parte de los recursos que debieron ir a la educación, a la salud y a las obras de infraestructura para echar las bases fundamentales de una nación moderna, se desvió y despilfarró en barata politiquería de muy corto alcance, y la mayor parte de ese ingente volumen de recursos se consumió en cubrir las pérdidas que un Estado manirroto e improvisador ocasionaba continuamente en millares de empresas antieconómicas.
Lo más negativo de este inexorable proceso de empobrecimiento y de pérdida de visión de los fines verdaderos de la sociedad es que las concepciones mismas que le dieron ser y que mantuvieron el falso mecanismo de distribución de riqueza terminaron por convertirse e dogmas casi religiosos de una ideología paralizante y estéril.
Se llegó a creer, y todavía se cree tenazmente, a pesar de todo lo que ha ocurrido en el mundo entero en los últimos años, que soberanía nacional y Estado empresario eran sinónimos, que un Estado no era verdaderamente independiente y progresista sino cuando administraba directamente la mayoría de las empresas económicas y cuando miraba con salvaje recelo cualquier forma de inversión de capital foráneo.
Si algo ha demostrado la historia reciente del mundo es que tan sólo hay un sistema productivo capaz de engendrar crecimiento económico y progreso social, que es el viejo mecanismo elemental y profundamente humano de la economía de mercado, trabajar para el propio beneficio. Los países más ricos del mundo actual, los más prósperos, y los que están en la vía más segura de crecimiento son, precisamente, aquellos que en muchas formas mantuvieron los principios esenciales de una economía de mercado. Los países que han fracasado económicamente y socialmente, como la Unión Soviética, la Europa Oriental y buena parte del tercer mundo, han tenido en común economías estatizadas.
Sabemos bien que la libertad económica crea consecuencias negativas, generalmente transitorias y remediables, en los sectores menos favorecidos de la población. Estos daños son, precisamente, los que deben atenuar y compensar una política social inteligente. Pero la experiencia negativa de países tan ricos y grandes como los de la Unión Soviética, la Europa Oriental debe enseñar bien que ninguna motivación ideológica puede reemplazar al impulso natural adquisitivo del hombre por mejorar su propia condición n una sociedad abierta.
Quienes no hayan entendido esta fundamental lección que los grandes sucesos internacionales recientes han demostrado de manera inolvidable, estarán condenados a no entender la realidad humana y a permanecer en el más costoso de los errores.
Esa Venezuela posible que sus inmensos recursos materiales y humanos siguen ofreciendo todavía a este país requiere, ante todo, un replanteamiento completo de metas y fines y una revisión a fondo, que puede ser dolorosa y hasta desgarradora, de los principios políticos y económicos que están estrechamente asociados a nuestro fracaso de estos años recientes.
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