martes, 15 de marzo de 2011

Tapices de Historia Patria. Don. Mario Briceño Iragorry 1982



Después de veintidós años de aparecido este modesto ensayo crítico, hay personas que manifiestan interés por su lectura. Felizmente en lo que dice a Historia Colonial, Venezuela cuenta hoy con trabajos magníficos. Cuenta, también con un criterio más claro, más preciso, más justo para el análisis de la problemática colonialista. Ya hoy no avanza nadie a decir, como se nos dijo a Caracciolo Parra y a nosotros, que justificando la acción de España en nuestro país, realizábamos una labor contraria a los intereses nacionales. Por lo contrario los espíritus avisados han comprendido que nada ha contribuido tanto como nuestro falso «hiato» histórico en la delincuencia de la estructura de lo nacional.
El prólogo que pusimos a la segunda edición, y que se repitió en edición bogotana de 1950, lo hemos sustituido por nuestra lección inaugural en la Universidad de Caracas del año 1951. En ésta creemos haber dado una visión más precisa de las peripecias suscitadas por la nueva revisión que a Parra y a mí nos correspondió encabezar, como ampliación de la primera revisión realizada por Angel César Rivas, Pedro Manuel Arcaya, Rufino Blanco Fombona y Laureano Vallenilla Lanz.
Esta edición madrileña queremos presentarla a la vez, como un homenaje de respeto y de gratitud al Instituto de Cultura Hispánica, en la persona de su ilustre Director, nuestro excelente amigo don Alfredo Sánchez Bella.
MBI. Madrid, 29 de febrero de 1956.

LA “LEYENDA DORADA” ( )
Al empezar a explicaros este curso de Historia Colonial, considero un deber de sinceridad hacia vosotros y hacia mí mismo exponer mi posición personal ante los problemas fundamentales de nuestra Historia, y en especial con relación a cierta graciosa atribución de fomentador de la «leyenda dorada» de la conquista hispánica con que algunos adversarios de mis ideas filosóficas y políticas han pretendido obsequiarme. Demás de esto, considero que en toda Cátedra donde se declaren ideas, el Profesor a de comenzar para decir claramente a sus alumnos cuál sea el campo conceptual a que otorgue preferencia.
Dos tesis, a cuál más falsa, han pugnados en la explicación del proceso de nuestra vida de colonia española. La que pondera hasta extremos beatíficos la bondad del español, y que ha recibido peyorativamente el nombre de «leyenda dorada», y la que sólo concede boleta para el infierno a los hombres de la conquista. Sobre el furor negativo de esta última se ha alzado la llamada «leyenda negra». Pero ambas «leyendas» tienen a la vez sus variantes. Para la «dorada», hay un sistema que arranca de Ginés de Sepúlveda y concluyen en José Domingo Díaz. Según ellos, la Colonia fue de una legitimidad absoluta y de un proceder que sólo la ingratitud podría negar. A completarla se agregó el criterio contemporáneo de los peninsulares, que piden estatuas para Boves y niegan las virtudes de nuestros próceres. De otra parte, se crearon dos «leyenda negra»: la de fuera, provocada por los enemigos exteriores de España, y la de dentro, en parte alimentada por el mismo espíritu de justicia crítica que distingue al español. La «leyenda negra» actual es un infundio de tendencias forasteras y de incomprensión pseudo-nacionalista.
Hubo entre nosotros un grupo muy distinguido de historiadores que, guiados por un erróneo aunque honesto concepto de la venezolanidad, desdijeron la obra de la colonización española e intentaron presentar el período hispánico de nuestra vida social como un proceso de extorsión, de salvajismo, de esclavitud y de ignorancia. Creyeron que con tal método agrandaban el contorno creador de los Padres de la Independencia, considerados como centros de gravedad y focos generadores de la vida histórica de la nación. Según ellos, en realidad la Patria no vendría a ser sino el proceso republicano que arranca de 1810. A la par de estos historiadores, hubo investigadores entre quienes es preciso colocar en sitio primicerio a Ángel César Rivas, a Laureano Vallenilla Lanz y a Pedro Manuel Arcaya, que, aplicando la metodología positivista al estudio de las capas históricas de la nación, encontraron una continuidad que arranca de la propia hora de la llegada a nuestro mundo americano de los pobladores hispanos que engendraron nuestras estirpes sociales y dieron carácter y fisonomía a la sociedad nacional. A esta corriente revisionista se sumaron valiosos historiadores contemporáneos, que reconocieron la necesidad de profundizar el estudio de nuestro pasado hispánico, para poder conocer la verdad de nuestra vida de comunidad. Se comprendió que los pueblos no se hacen de la noche a la mañana y que el magnífico florecer republicano de 1810 era la culminación de un proceso histórico que venía en lento desarrollo desde muy largos años.
Vosotros habéis tenido la suerte de hallar desbrozado el camino que nos tocó transitar a los viejos estudiantes de Historia. De algunos años a esta parte ha surgido una urgencia por los estudios de Historia nacional, y vosotros, los alumnos de hoy, contáis con textos algo mejores que los nuestros. Ya se os explica ampliamente, por ejemplo, lo que fue la dominación española, así ciertos profesores no hayan logrado digerir la posición crítica de algunos escritores.
Si algunos maestros quisieran saber mi posición respecto a la llamada «leyenda dorada», podrían leer y meditar lo que expongo en el prólogo de mi libro «Tapices de Historia Patria». Esta obra y «La Instrucción en Caracas» de Caracciolo Parra León, fueron utilizadas como manzanas de discordia por los enemigos de la revaluación hispanística. Aparecieron ellas en pleno debate acerca de la materia colonial y lucharon contra la obcecada negación de quienes no querían ver que, examinando y justificando en el tiempo la labor de los colonizadores españoles, se examina y se justifica la obra de los hombres que generaron nuestra vida cívica. Esos hombres motejados de barbarie, de crueldad y de ignorancia son los mismos hombres que dieron vida a nuestra nación. Manuel Díaz Rodríguez proclamó, en oportunidad solemne, que no sólo los varones de la Independencia, sino también los heroicos conquistadores deben ser vistos como Padres de la Patria.
El caso, en lo que dice a valores internos, es muy sencillo. Cuando los viejos historiadores enfrentaron a los hombres que hicieron la Independencia con los hombres que representaban la soberanía española, creyeron que asistían a una lucha entre dos mundos sociales, cuando lo que se debatía era la suerte de dos sistemas. No era una guerra contra el pasado en función histórica, sino una guerra contra el pasado en función política. La misma guerra que libran los hombres y las sociedades todos los días. Los Padres de la Patria no eran seres milagrosos aparecidos sobre nuestro suelo al conjuro de voces mágicas, ni tampoco eran la expresión dolorosa de una raza que hubiera callado y soportado la esclavitud de un coloniaje impuesto por extraños conquistadores. Ellos eran, por el contrario, la superación de un pasado de cultura, que tenía su punto de partida en los conquistadores y pobladores llegados el siglo XVI. Si se examinan pacientemente las genealogías de los Padres de la Patria, se encontrará que los abuelos de casi todos ellos remontan a las expediciones de Alfinger, de Spira, de Fernández de Serpa, de Jiménez de Quesada, de Diego de Ordaz. Bolívar no llegó a Venezuela a la hora de hacerse la Independencia. Sus más remotos antepasados en la aventura venezolana fueron Juan Cuaresma de Melo y Sancho Briceño, Regidor Perpetuo y Alcalde de Coro, respectivamente, en 1528. El apellido lo trajo para injertarlo en estas viejas estirpes venezolanas don Simón de Bolívar, venido como Secretario del Gobernador don Diego Osorio a fines del siglo XVI. De don Cristóbal Mendoza primer ejercitante del Poder ejecutivo nacional, fueron los más antiguos abuelos el Capitán Juan de Umpiérrez, encomendero en Trujillo por 1571, y Alonso Andrea de Ledesma, fundador de El Tocuyo, Trujillo y Caracas, y símbolo permanente de los valores de la nacionalidad. La sociedad colonial que se empinó para la obra admirable de la República, venía de atrás. Estaba ella latente durante el largo período que se dio en llamar peyorativamente «La tiniebla colonial». Esa sociedad, que a consecuencia de la guerra de emancipación cambio de signos políticos y de métodos gubernamentales, era necesario verlo como resultado de un proceso sin pausas, que arrancaba de los propios conquistadores. Ángel César Rivas, Vallenilla Lanz y Pedro Manuel Arcaya aportaron valiosos elementos desde el punto de vista de la sociología y de la política. A Caracciolo Parra León, Tulio Febres Cordero, Rafael Domínguez y Héctor García Chuecos correspondió el mérito de haber ahondado en la investigación de la enseñanza colonial y de haber logrado argumentos «intelectuales» para robustecer la idea que llevó a Gil Fortoul a poner en su debido puesto la oportuna influencia de la Revolución Francesa en nuestro proceso separatista. Con Parra León trabajé asidamente en la obra de reivindicar nuestro pasado hispánico, y como tuvimos la suerte de hablar de la Universidad y desde la Academia, se nos adjudicaron méritos que corresponde por igual a otros historiadores, empeñosos como nosotros en servir a la verdadera Historia de la Patria.
Aunque parezca vano al caso, y así constituya repetición de lo que relato en el prólogo de mis «Tapices», os diré cómo el propio discurso de Parra León para incorporarse en la Academia Nacional de la Historia fue objeto de serias objeciones que arrancaban del carácter religioso de la enseñanza colonial, cuya existencia se pone de resalto en aquél. En un medio tan tolerante como el nuestro, aquella actitud causó sorpresa extrema y obligó al propio Gil Fortoul a favorecer la posición de Parra. Llegó a creerse necesario que la Academia de la Historia defendiera las conclusiones del determinismo materialista, que al recipiendario atacaban, y para componer las paces, en medio de aquel artificial campo de Agramante, hubo quien propusiese que no fuera yo correligionario de Parra, que respondiese su discurso si no Alfredo Jahn, ilustre científico de acusadas ideas materialistas. El problema, como se ve, fue debatido en un terreno que rompía los límites de lo histórico, para abarcar el campo de la religión y la política. Se dijo que el discurso de Parra, por su amplitud, no era discurso y, por lo tanto excedía las normas reglamentarias hubo necesidad de buscarle, para justificar la dimensión, antecedentes en los discursos de Descartes y de Bossuet. Y como Parra León daba noticia de que el egregio Fray Antonio González de Acuña había impuesto la obligatoriedad de la instrucción primaria en la segunda mitad del siglo XVII, César Zumeta, a quien tocó recibirse como académico después de Parra, creyóse obligado a atacar en su discurso el sistema colonial y volver por los fueros del padre republicano de la instrucción obligatoria, el ilustre Guzmán Blanco. Acuñó entonces nuestro grande hablista la frase de haber servido de fútil banderola a los enemigos de la revaluación de nuestro pasado hispánico: «entre la Colonia y la República hay un hiato semejante al que separa al Antiguo del Nuevo Testamento.» la frase puede impresionar a tontos, pero es de un absurdo doblemente manifiesto.
Dichosamente para el progreso de nuestros estudios históricos, esa posición negativa ha perdido espacio pueden hoy los historiadores diferir en la apreciación de los hispánicos, pero a ninguno ocurre negar los valores antiguos en aquella forma iconoclastas y pocos son los que puedan pensar hoy que en 1810 se produjo la ruptura de dos mundos sociales e históricos. Todo lo contrario, están contestes los historiadores como apunté ya, en reconocer que el proceso emancipador estuvo encaminado a variar el estilo político de una sociedad histórica, cuya fuerza estribaba justamente en las realizaciones logradas durante el imperio del sistema que se buscaba abolir. Es decir, realizaron nuestros mayores una acción histórica semejante en grado a la del pueblo francés, que después del 14 de julio se empeñó en cambiar por los de la República los viejos símbolos monárquicos de la Francia eterna.
Esto lo entendemos hoy claramente, gracias a la perspectiva de tiempo, pero cuando nuestros Padres fueron contra el mundo de las formas coloniales, creyeron, como era fatal que sucediese, que iba también contra el mismo mundo histórico que se había formado al amor de los viejos símbolos. Y como el gobierno y la administración de España eran objetos de críticas acerbas, fueron, sin ningún examen, contra todo el orden social de que eran producto y expresión los hombres que forjaron la Independencia.
En aquel evento, nuestros Padres tomaron como medio de lucha las armas de los viejos enemigos del imperio español. No sólo les facilitó Inglaterra rifles y pólvora para la aventura de guerra; también les dio el instrumento intelectual de su odio y su descrédito contra la Madre Patria. Es decir, nuestros Padres se aliaron para atacar a la Metrópoli con los hombres que habían sido los seculares adversarios del pueblo de que éramos parte, y la «leyenda negra» del despotismo y de la ineptitud de España, que habían creado los ingleses, se unió al odio contra la Metrópoli, que había provocado el propio sistema de la Colonia en el ánimo del criollo.
(Aquí pondré parte de lo que digo acerca de los piratas en mis «Tapices de Historia Patria». Ello sirve para apuntalar referencia.) A tiempo que Francisco I se negaba a reconocer la partición del Océano entre España y Portugal, por desconocer la «cláusula del testamento de Adán en la que se me excluye (decía el Rey) de la repartición del orbe», ya los barcos franceses infestaban las islas antillanas y la Corona había enviado carabelas que las defendiesen de los «ladrones» gálicos. So color de libertad de comercio, el Rey de Francia expidió las primeras patentes de corso y autorizó a los capitanes y armadores para que atacasen a españoles y portugueses. Era como el desquite contra la amenaza que para dicho país representaba el esplendor de España con su vasto imperio ultramarino.
Aquellas naciones que censuraban de los Reyes Católicos la sed de oro y la política que ponían en juego para lucrar con las minas, no paraban mientes en abordar las naves españolas que, lastradas con el fruto del trabajo minero, ponían rumbo a los puertos de la Metrópoli. Calificaban de crimen la explotación del rico mineral en el fondo de la tierra pero no apropiárselo violentamente cuando esta ya fundido. «Los países que reprochaban acremente a los españoles su crueldad, su codicia y su abandono de toda útil para hacerse mineros ---dice Carlos Pereyra--- empleaban un número mayor de hombres en robar los metales preciosos fundidos y acuñados por España que ésta en extraerlos y beneficiarlos.»
Mientras la Madre Patria, realizando el más generoso plan de colonización que jamás ha puesto un estado civilizado al servicio de naciones bárbaras, destruía por imprevisión sus propios recursos interiores, los colonos de la Nueva Inglaterra limitaban su obra a una tímida expansión que, sin la heroicidad leyendaria de los conquistadores españoles, realizó actos de suprema barbarie. Cuando en la América española ya florecían Universidades y Seminarios, en la del Norte no habían podido establecer un asiento los inmigrantes sajones; y sube de punto la admiración al considerar que el pueblo de San Agustín, en La Florida, fundada por conquistadores españoles en 1565 y el más antiguo de la Unión, antecedió en cuarenta años al establecimiento de la primera colonia inglesa en Virginia. Si España dilató sus dominios a punto de no poder defenderlos, lo hizo por una política contraria: a la lentitud y timidez de la expansión sajona, opuso una audaz y temeraria penetración que en breve tiempo le dio por suyas las más ricas posesiones del Nuevo Mundo.
Para equilibrar las consecuencias de tan distintos planes de conquista y hacer que pasaran a las potencias que obraban lo mismo que Inglaterra ---Holanda y Francia--- los territorios sometidos a la Corona de Castilla, hubieron aquéllas de valerse de una apropiación indebida, para la cual ningunas eran tan adecuadas como las armas que cobijaba la bandera sin código de piratas y bucaneros: Jamaica, Granada, Tobago, La Tortuga, Curazao, Aruba, Bonaire, testimonian, entre otros territorios, los resultados de la nueva política anti-española. En aquellas luchas sí cabe la definición que de la guerra dio Voltaire: «Dans touts les guerres il ne s’ agit que de voler.» ¡Y de qué manera!
El corsario, nueva faz del moro secular, amedrentaba a los colonos, y los unía para la común defensa de los puertos de la Patria. Y decimos nuevo moro, porque si aquél amenazó con la luz enfermiza de la Media Luna la totalidad religiosa de la Península, piratas y bucaneros fueron también como brazos en la lucha de Inglaterra contra la catolicidad española. Los hugonotes vengaron en América la religiosidad de España, y defensores de La Rochela saciaron su odio anti-católico en el incendio de templos de Indias. Cromwell y la política a éste sucedánea habían heredado de los «puritanos de la época isabelina el tradicional aborrecimiento de España, como baluarte de Roma, según observa Haring, y los capitanes que incendiaban y robaban, medraban justicia para sus empresas criminales al amparo de la doctrina corriente en la Corte de San Jaime, de que «los españoles como víctimas infelices de Roma, tenía bien merecido que se les robase y matase, si no se dejaban robar». Chesterton, a pesar de enaltecer el carácter pintoresco de los piratas ingleses termina por llamarlos «la plaga del imperio español en El Nuevo Mundo», rescatadores, según otros, para la Corona británica, de «la herencia de los Santos».
El odio contra lo español fue arma de guerra al servicio de Inglaterra preocupada tanto por la expansión del imperio como por el problema religioso que enfrentó a Felipe II con Isabel I. España debía ser desacreditada como reducto de fanáticos para que así legitimase más fácilmente el odio de la Corona de San Jaime. Y España misma, como veréis, dio las mejores armas para la campaña de su demérito.
El español ha sido esencialmente un país crítico e individualista. Fue también el español el primer pueblo europeo que gustó las libertades personales. De los viejos fueros españoles copió Inglaterra sus primeras Cartas de Derechos. Cuando se nublaba la antigua independencia municipal de España, su pueblo se echaba al mar para la aventura de las Indias. Por eso en América resucitó el Municipio con fuerza ya perdida en la Península. A la conquista vino de todo: nosotros conocemos el nombre de Martín Tinajero y el nombre de Juan de Carvajal. Hombres con sentimientos de humanidad y hombres con entrañas de bronce. La Corona de España, sin embargo, se sintió desde un principio en el deber de componer la justicia, y cuando comenzaron a llegar noticias a la Corte de las crueldades y de las depredaciones que realizaban los conquistadores, buscó la manera de repararlas. Las acusaciones que el Consejo de Indias recibía contra la dureza de las autoridades, no eran producidas por personas extrañas a la administración española. Eran juristas, teólogos, frailes, capitanes y paisanos quienes denunciaban, y exageraban muchas veces, los delitos y las faltas de las autoridades. Para encontrarles remedio, en España se habló, se gritó y se escribió en todos los tonos. Los púlpitos de los templos y las cátedras de las Universidades y de los Conventos peninsulares fueron tribunas donde tuvieron eco los dolores de los indios esclavizados. Al propio Emperador y al Papa mismo negó Fray Francisco de Vitoria autoridad para distribuir a su antojo el mundo recientemente descubierto. Apenas se habla en las historias ligeras de las blancas figuras de Antonio de Montesinos y de Bartolomé de las Casas como defensores del derecho de los naturales. Pero como las Casas y Montesinos hubo miles de misioneros que sirvieron con espíritu cristiano los intereses de los indios, primero, y de los intereses de los negros, después, cuando estos fueron traídos para aliviar el trabajo de los aborígenes. Felipe II, llamado por los británicos el «Demonio del Mediodía», sancionó Cédulas y Pragmáticas a favor de los indios y de los negros que contrastan con la crueldad de los colonizadores ingleses en Norteamérica, y que son asombro de los Profesores modernos de Derecho Social. Mejores y de más precio que las margaritas del mar, consideró aquel, «rey sombrío» a los indios que eran ocupados en la explotación de los placeres perlíferos, y en su provecho ordenó que no trabajasen más de cinco horas diarias bajo el agua. Muchos españoles, también, para saciar personales venganzas, ponderaron en demasía las crueldades de los encargados de hacer justicia en el Nuevo Mundo. Pero fueron bien oídos y leyes se dieron con normas reveladoras de un elevado espíritu de equidad y de justicia.
Si en verdad esta actitud crítica sirve para mostrar diligencia en el camino de enderezar la justicia, muchos la tomaron en su tiempo como verídico elemento acusatorio, que presentaba a los conquistadores españoles como monstruosos bebedores de sangre indiana. Con tales elementos nutrió su odio contra España la «leyenda negra» que le edificaron ingleses y flamencos. Y esa leyenda, torcida en la intención del descrédito y no encaminada al remedio de las presuntas injusticias, la sumaron muchos americanos a la leyenda interna provocada por las propias desavenencias sociales. Un ilustre escritor hispanoamericano asentó en esta misma Universidad que la lucha por nuestra liberación continental había empezado en el canal de la Mancha, con el abatimiento de la Armada Invencible de Felipe II por el poderío de Isabel I. Tan arbitraria aseveración es tanto como negarnos nosotros mismos, pues, a pesar de nuestro mestizaje, somos culturalmente la continuidad de un proceso español, que en su hora de plenitud optó la emancipación heroica y tenazmente defendida por nuestros Padres. Aun desde un punto de vista de filosofía universal, sería arbitrario sostener que la corte de San Jaime sostuviera un criterio de liberación política frente a un retraso ideológico español. La Inglaterra anterior a la Revolución del siglo XVII era más obscurantista de la España de Felipe II. Basta recordar como las autoridades inglesas ordenaban quemar libros como los de Roberto Belarmino, que proclamaban los derechos deliberativos del pueblo, mientras en la Península hasta se apologizaba el regicidio.
Justamente la destrucción de la Armada Invencible empujó la bárbara carrera de piratería que asoló a nuestro mundo colonial y detuvo el progreso de los establecimientos hispánicos, donde adquiría fuerza la cultura en cuyo nombre nos empinamos más tarde para defender el derecho de autodeterminación política. Esa tesis de que los piratas fueron portadores de consignas de libertad, la podrían defender los mercaderes ingleses que querían para sí el imperio absoluto del Nuevo Mundo, con la misma licitud con que los actuales piratas del industrialismo internacional se empeñan en convertirnos a la esclavitud de sus consignas absolutistas.
Insistentemente en el libro y en la prensa he escrito acerca de esta arbitraria manera de juzgar la piratería, la cual se me ocurre semejante a la tesis de un heredero que, por vengar cualquier lucro arbitrario de su antiguo tutor, celebrase el ladrón que durante su minoridad vino, con fines de riqueza personal y no de ayuda para su peculio, a devastar y reducir las grandes propiedades paternas. ¿Valdría en lógica estricta el argumento de que era cruel y malo el administrador? Claro que los descendientes y socios del intruso tendrían motivos para exaltar el valor y la audacia del ladrón, pero que esa alabanza la coreen los mismos que recibieron el perjurio de la destrucción, no lo juzgo ajustado a ninguna manera de razón.
La tesis que encuentra méritos en la acción rapaz de los filibusteros del siglo XVII, es secuela de la «leyenda negra» con que el inmortal imperialismo anglosajón quiso legitimar su odio contra el imperialismo español, es decir, contra el imperialismo del pueblo que, dilatándose, nos dio vida y forma social. Porque, niéguese todo y reconózcase el error administrativo de la Metrópoli española, jamás podremos cerrarnos a comprender que cuanto mejor y más pacífico hubiera sido el desarrollo material del imperio español, tanto mejor y más eficaz hubiera sido nuestra anterior vida de colonia. ¿Podría sostener alguien que ingleses, franceses y holandeses vinieron a defender los derechos de soberanía del aborigen? De lo contrario, se empeñaron los pueblos enemigos de España en llenar al nuevo mundo con una nueva masa esclava: banderas inglesas trajeron a nuestro suelo, aherrojadas de cadenas, dolidas masas de negros africanos, y cada territorio arrancado por Inglaterra a la Corona española era convertido en asiento del mercado negrero.
Traer al interior de nuestra historia los argumentos que esgrimieron contra España sus enemigos ayer, lo he considerado una manera precipitada de juzgar nuestro pasado colonial, que pudo, sin embargo, tener apariencia de legitimidad cuando se consideró que la revolución de Independencia había dividido dos mundos históricos: el hispánico y el americano. Una reflexión serena nos lleva a considerar, por el contrario, que la sociedad republicana es, desde el punto de vista orgánico y moral, la misma sociedad colonial que cambió y mejoró de signos. Basta recordar que las leyes ordinarias de España estuvieron vigentes en Venezuela hasta entrada la segunda mitad del siglo XIX. Y aún más: ese mismo examen nos conduce a aceptar como la evolución que produjo el cambio institucional tuvo sus raíces en los propios valores que había venido creando el medio colonial y no sólo en razones imitativas y en doctrinas extrañas que iluminaran repentinamente la «tenebrosa» mente de nuestros antepasados.
Mi modesta labor de estudioso de la Historia se ha encaminado a defender esta tesis, la cual, repito, no va enderezada a beneficiar a España y su sistema, sino a beneficiar nuestra propia nación y sus valores constructivos.
Cuando procuro hacer luz acerca de la verdad de la Historia de nuestro pasado hispánico, creo, sobre servir a la justicia, que sirvo los intereses de una nacionalidad que clama por la mayor robustez de sus estribos. Al explicar y justificar la obra de los españoles que generaron nuestra cultura, explico y justifico la obra de nuestros propios antecesores, pues las estirpes que forman el sustrato social y moral de la Patria, arrancan principalmente de los hombres que durante el siglo XVI vinieron a establecer, en el vasto territorio, hasta entonces sólo ocupado por los indios, las nuevas comunidades, donde se formó el mestizaje que sirve de asiento a la nación venezolana.
Este afán crítico, algunos escritores, errados o de mala fe, han querido confundirlo con una supuesta «leyenda dorada», cuyo fin fuera presentar el periodo hispánico, de acuerdo con José Domingo Díaz, como una «edad de oro », de la cual temerariamente se apartaron nuestros Padres. Cuando en 1913 yo escribía acerca del proceso del gobierno colonial, me adelanté a decir: «Muchos creerán que nosotros estamos dispuestos a procurar la canonización de los cientos y tantos personajes a cuyo cargo estuvo el gobierno de las Provincias venezolanas hasta 1810, porque a este extremo llegan quienes sólo tienen dos términos para calificar a los hombres. Como hemos dicho que no eran monstruos, supondrán, por inversión, que los tenemos catalogados en las páginas de algún santoral». Mi empeño, alejado de toda manera de «leyendas», ha sido aumentar cuanto sea posible la perspectiva histórica de la Patria. He buscado por medio de mis estudios de Historia nacional, que se la vea ancha y profunda en el tiempo, que se palpe el esfuerzo tenaz que la formó para el futuro, que sea más histórica, en fin, que sea más Patria.
Para amar la Patria es preciso amar su Historia, y para amarla en su totalidad, es necesario conocer y amar su Historia total. Y como no son los intereses presente l que une a los pueblos para la común acción constructiva, precisa buscar los valores antiguos que dan continuidad y homogeneidad al proceso social. Sin solera histórica, los pueblos carecerán de la fuerza mágica que hinche los espíritus nuevos y los empuja a realizar su humano destino.
La aversión a lo hispánico trajo, como partida contraria, la aceptación de las tesis anti-hispánicas de los países que fueron «nuestros» enemigos, cuando formábamos parte de la comunidad política española. Producida la Independencia, los hombres de Caracas, lo mismo que los hombres de otras porciones del antiguo mundo colonial, miraron a la urgencia de mantener en pie la unidad de intereses que se había formado durante el régimen español. Una pésima política ha impedido, desde 1826, que los países de extracción hispánica mantengan el tipo de relación que les permita la defensa de su tradicional autonomía, ora económica, ora espiritual, todo lo contrario: nos hemos aliado individual e inconscientemente con los representantes actuales de las viejas culturas antiespañolas, y hemos perdido, no sólo la plenitud de la soberanía política, sino la integridad de nuestra posición moral.
Somos, en último análisis, como una vieja casa de madera a la que imprudentemente y para mercarlos a precio de vicio, hubiésemos ido cambiando por vistosos clavos de laca los viejos fierros que aseguraban su estructura. Venga el primer amago de ventiscas y techos y paredes darán en tierra como a la tierra irán nuestros esfuerzos de oponernos al empuje de fuerzas extrañas, si no creamos la oposición de una Historia que dé unidad y pujanza a nuestros valores fundamentales.
Buscar mayor resistencia para el basamento de la venezolanidad, he aquí el solo móvil de mis estudios de Historia. Creo en la Historia como en una de las fuerzas más efectivas para la formación de los pueblos. No miro los anales antiguos como historia de muertos o como recuento de anécdotas más o menos brillantes la Historia tiene por función explicar el ser de la sociedad presente y preparar los caminos del futuro. Mientras más penetrantes sea ella en el tiempo, mayor vigor tendrán los valores experimentales que de su examen podamos extraer. Las torres se empinan en relación con lo profundo de las bases.
Nuestra Historia no es, como creyeron ciertos demagogos, una aventura castrense que tomase arranque con los fulgores de la guerra de Independencia. Historia de trasplante y de confluencia, la nuestra es la prosecución del viejo drama español, en un medio geográfico nuevo y virgen, donde coinciden para formar nuestro alegre y calumniado mestizaje, la aportación del indio, absorto ante los caballos y la pólvora, y la del esclavo negro traído entre cadenas desde su viejo mundo selvático. Sus símbolos no son sin embargo, el tabú africano ni el tótem aborigen. Sus símbolos son una transfiguración con sentido de mayor universalidad, de los símbolos hispánicos. En el orden de las categorías históricas, nosotros aparecimos como evolución del mundo español, del mismo modo que el yanqui apareció como resultado del trasplante inicial del pueblo anglosajón.
Ambas culturas, la inglesa allá y la española acá, sirvieron de grumo a cuyo rededor fueron tomando figura propia los varios valores que, a modo de aluvión se les fue agregando al compás de los siglos. Por eso, en la historia de los Estados Unidos del Norte la región de la Nueva Inglaterra tiene el carácter privilegiado de centro donde gravitan las vivencias históricas que dan fisonomía al pueblo estadounidense. Por ello mismo, allá se formó una categoría, procera en el orden de la nacionalidad, que busca entronques con los inmigrantes del «Mayflower». Nosotros, en cambio, igualitarios hasta en el área de los valores históricos, no hacemos diferencia entre los descendientes de recientes inmigraciones europeas y los que proceden de los rancios troncos hispánicos trasplantados en el siglo XVI, como no desdeñamos, tampoco, de nuestros abolengos indios o africanos.
Nuestro mundo pre-republicanos no fue consiguientemente, como asientan algunos profesores, un mundo a-histórico. En él, por el contrario, se había formado una conciencia de autonomía que forcejeaba por lograr los instrumentos de la libertad. Esa conciencia vino con el pueblo que se echó a la mar en las naves de la conquista. Luchó ferozmente durante tres siglos por lograr sus contornos definitivos y pulió, en medio de aquella lucha soterrada, el troquel donde iban a tomar nuevos signos los valores tradicionales.
Los hombres que en el siglo XVI dieron comienzo a aquel drama, fueron nuestros abuelos. ¿No es acaso un hasta un acto de familiar justicia buscar las razones que expliquen la conducta de dichos hombres, antes que aceptar la rotunda condenación de sus actos?
Se ha hablado, con razón, del tribunal de la Historia. Algunos gobernantes han frenados sus ímpetus al temor de la sentencia que profieran por boca de los historiadores las nuevas generaciones. Entre nosotros, desgraciadamente, nadie ha temido esta clase de sanciones. Ni siquiera sirven de escarmiento las confiscaciones y los saqueos provocados los violentos tránsitos del mando. Pues bien, en el orden del pasado, el historiador, al constituirse en juez, no debe proceder como esos magistrados achacosos, que sólo buscan motivos para condenar al culpado. Todo lo contrario, como si en realidad fuese juez de vivos, el historiador no es sino mero ministro de la justicia jamás verdugo encargado de condenar sobre arbitrarias pruebas fabricada por los acusadores. El caso nuestro es doblemente grave: las peores imputaciones sobre las cuales se fundamenta la «leyenda negra» de la conquista de América, son de origen Ingles, y la casi totalidad de los reos son nuestros propios abuelos, puesto que esos jueces de quienes se dice que no hicieron jamás justicia, esos encomendero a quienes se acusa de torturar a los indios, esos capaces denunciados de crueldad en su trato con los negros, esos tesoreros de quienes se habla que enriquecían sin razones justas, fueron los hombres que formaban la trama social de nuestros pueblos. Antes de condenarlos en conjunto, debemos examinar lo que hicieron, a fin de que el garrote de la venganza no destruya arbitrariamente su recuerdo. ¿Que hubo injusticias? Claro que las hubo, y gordas. Nadie fuera de un obcecado discípulo de Ginés de Sepúlveda, puede negarlo. Pero esas injusticias no somos nosotros quienes ahora las estamos descubriendo. Ellas fueron denunciadas en tiempo, y a muchos se procuró remedio, con un sentido de equidad que es mayor timbre de España como nación colonizadora. Ahí están las Leyes de Indias, monumento jurídico que por sí solo salva la intensión generosa y civilizadora de nuestra antigua Metrópoli. Buenas leyes de las cuales muchas no se cumplieron, es cierto, como tampoco hoy se cumplen por los modernos gobernantes las normas justas que fabrican los hombres de la inteligencia.
Sabéis, pues, que «leyenda negra» en el orden de la Historia de nuestro pasado hispánico, es acumular sobre las autoridades y sobre el sistema colonial en general, todo género de crímenes; «leyenda dorada» es, por el contrario, juzgar el sistema colonial como una edad dorada, igual a la que Don Quijote pintaba a los cabreros. Entre una y otra «leyendas» está la Historia que abaja lo empinado de los elogios y borra la tinta de los negros de nuestos. Entre el grupo de los que piensan con este criterio medio me hallareis siempre a mí, hombre curado de espantos, que nada me sorprende en orden de novedades, porque, cuando quieren asustarme con nuevas razones, ya vengo de regreso del campo donde las cosechan.
Sé que me ha querido motejar, para malos fines de ardoroso hispanismo, por esta mi apología de la cultura colonial. Algunos, por error, han creído que he defendido la cultura colonial por ser ella y yo católicos. Que los sea, es cosa mía, en que nadie tiene derecho a inmiscuirse; que fuera católica la enseñanza colonial, es cosa de la Historia. No podía ser protestante, siendo católico el imperio español. Pero, sin necesidad de mirar al signo de la religiosidad, hubo una cultura, que en colonias españolas no podía ser distinta de la cultura que se servía en la Península, y que, a pesar de reproducir las reticencias que durante los siglos XVII y XVIII padecía la enseñanza en la Metrópoli, sirvió en América para formar la gloriosa generación de la Independencia.
Cuando se profundizó en el estudio de nuestro pasado hispánico, nada fue parte para atacar el criterio revisionista, como este sambenito de la catolicidad. Y ahí palpita el corazón de las razones por qué sea a los historiadores de filiación católica a quienes se nos moteje más acremente de sembradores de la «leyenda dorada». Cuando la revisión la hicieron Rivas, Vallenilla y Arcaya, sin ahondar en los supuestos de la cultura intelectual, nadie se alarmó de sus conclusiones. Apenas puesto a flor de evidencia el proceso educativo que tomó forma en la manos del Obispo Agreda, cuando aún no habían logrado estabilidad las fundaciones, la alarma cundió, a punto de declararse «peligrosa» para la República la difusión de aquellas conclusiones.
Para mí la hispanidad es una idea de ámbito moral que no puede supeditarse a la mera dirección de una política de alcance casero. España como idea, como cultura, esta por encima de los adventicios intereses de los políticos en turno del éxito. La España histórica, España como centro de gravedad de nuestra civilización, es algo que vivirá contra el tiempo, sobre el vaivén de los hombres, más allá de los mezquinos intereses del momento. La hispanidad tiene por ello un sentido de universalidad que rebasa las lindes de toda política de circunstancias. Esa hispanidad, total, intemporal, de donde emana el valor agonístico de nuestro genio, representa para el mundo americano un factor de gravedad semejante al que representó el helenismo para la cultura mediterránea y a lo que constituye la latinidad para la civilización europea que busca por centro las instituciones romanas.
Lamentablemente esa función de nudo y de radio, sobre la cual pudo configurarse un sistema que defendiese los lineamientos autónomos de la cultura hispanoamericana, tropezó durante el siglo XIX, y continua tropezando en este, con la cerril incomprensión española para el fenómeno americano, no entendido ni por Menéndez y Pelayo, ayer, y desfigurado hoy en sus máximos valores, por hombres de las anchas entendederas de Salvador de Madariaga. No todos los españoles son Unamunos para calar en el alma mestiza de Bolívar la plena expresión del angustia que es atributo de la estirpe hispánica. De otra parte (y aquí el peligro se torció en quiebra), la revaluación del hispanismo americano hubo de encarar con la política sutil, disolvente y suspicaz que en la relación con las repúblicas hispanoamericanas patrocinaron Inglaterra y los Estados Unidos.
Caracas, por medio de su carta a los Cabildos de la América española, de fecha 27 de abril de 1810, dio expresión a la idea de permanencia de la comunidad existente entre las provincias que se separaban del gobierno metropolitano de Madrid. Esa idea estuvo también en los planes confederativos del Precursor Miranda y, por último, Bolívar buscó de darle forma por medio del Congreso de Panamá, del cual inicialmente, óigase bien, estuvieron excluidos los Estados Unidos, en cuyos hombres el Libertador sólo miraba «regatones» con quienes, en su romanticismo político, no quería que se pareciesen los colombianos. Aún más: declaró Bolívar que el destina había colocado en el Mundo Nuevo a los Estados Unidos para que, en nombre de la libertad, sirviesen de azote a los demás pueblos. Pero, lamentablemente, la unión, en primer término propugnada por Miranda y Bolívar, ha logrado realidad a través de un sistema continental colocado al servicio de interés diametralmente opuestos a los genuinos sentimientos hispanoamericanos difundidos por Bolívar, y que, en consecuencia, no sirve de centro unión de los verdaderos valores que, conjugados, pudieron mantener la vigencia de nuestras formas peculiares de cultura.
Ni en la vieja matriz peninsular, ni en lugar alguno del nuevo mundo, vidrioso y pugnaz, por la fenicia política de Washington, han podido fijarse las bases de la estructura que sirva de defensa a los valores diferenciales que dan fisonomía a nuestra cultura. Así como el Cid ganaba batallas después de muerto, ésta es victoria póstuma de la política inglesa de los siglos XVI y XVII, ganada por sus herederos en América a los herederos de España. El relajamiento de los nexos que debieron mantener unido a nuestro viejo mundo hispanoamericano, es fruto directo del criterio auto-negativo provocado en nuestros países por la «leyenda negra», elevada por los sajones a dogma político, unido al odio natural que surgió en la lucha de emancipación.
Para compensar en parte las tremendas consecuencias que derivaron de la flaccidez con que la voluntad a-histórica de nuestros pueblos se ha plegado a los propósitos del nuevo filibusterismo económico, urge crear vivencias que den contenido resistente a nuestra conciencia de naciones. Esas vivencias pueden edificarse con buen éxito sobre lo que nos defina con rasgos comunes frente a la bandera de los nuevos corsarios. Ellas, para prosperar, reclaman una asimilación integral de nuestra historia de pueblo, cuajada ayer de netos valores, sobre los cuales podemos erigir hoy los nuevos valores anti-colonialistas.
A la integración de esa historia conducen los esfuerzos que algunos estudiosos hemos venido haciendo cuando nos encaramos «leyenda negra», que ánimos extranjeros formaron en mengua de nuestro pasado hispánico. No se crea que ha sido tan fácil la tarea, pues no han faltado espíritus desapercibidos para la lógica, que llegaron al absurdo de ponderar el probable progreso de «nuestros» territorios, si en lugar de ser colonizados por españoles los hubiese colonizado Francia o Inglaterra. Dígalo así un tercero, por caso un sueco, que se situé en plano neutral de consideraciones. Pero, quienes venimos de los hombres que poblamos este mundo aún bárbaro de América, ¿podríamos, sin hundirnos en el absurdo divagar sobre tales conjeturas? Pues, tal como lo digo, aún con empecinados de esta ralea hemos tenido que luchar quienes nos preocupamos por agrandar los linderos históricos de la patria venezolana y por dar unidad y continuidad resistente al largo proceso de nuestra historia nacional.
Sé que muchos profesores, seguramente pocos leídos al respecto, han dicho que la labor de quienes revaloramos la obra de la España vieja, constituye una menguan el mérito de la República. ¡Si me lo han dicho en mi propia cara! Ese juicio precipitado arranca de la presunta idea de los dos mundos divididos en 1810: el pasado colonial tenebroso y el iluminado presente de la República. Claro que hubo, como sigue habiéndolos dos mundos morales en pugna, pero lejos de estar divididos por una referencia cronológica, venían existiendo durante el proceso hispánico. Desde los albores de la dominación española se puso de resalto el espíritu que podríamos llamar anti-colonial. Hubo, junto con la armazón político-administrativa de la colonia en sí, la armazón espiritual de la anti-Colonia. Antonio de Montesinos y Bartolomé de Las Casas fueron a principios del siglo XVI expresión altísima de la anti-Colonia. El Regente José Francisco Heredia, así defendiese la unidad del imperio español, representaba, cuando la Colonia concluía, una conciencia anti-colonista, que coincidía con Bolívar en desear para nuestro mundo el reino de la justicia. Los separaba, en cambio, la circunstancia de que mientras el Libertador buscaba la libertad como único camino y para llegar a aquélla, Heredia invocaba con mayor urgencia, y para igual fin, los cauces del orden y de la paz sociales. Disentían Bolívar y Heredia ---por igual culminaciones eminentes de la cultura y mestiza de América--- en el planteamiento del problema donde estriba el destino de las sociedades, y que ha sido y seguirá siendo fuente de escándalos continuos a todo lo largo de la bárbara Historia hispanoamericana: la manera de acoplarse la libertad con el orden. Basta mirar alrededor, para ver como en razón de los apetitos desenfrenados de los hombres, sufrimos aun el drama en que no pudieron acordarse aquellos hombres sublimes. Cada día prueban, acá y allá, los presuntos defensores del orden su carencia de capacidad para respetar la libertad, y sin cuidar que es la justicia el único argumento que lo hace posible, arremeten contra la una y contra la otra, para sólo dar satisfacción a la violencia y al capricho.
Los que se niegan a la revaluación de nuestro pasado hispánico arrancan del supuesto falsísimo de que la República surgió como improvisada y candorosa imitación de movimientos políticos extraños, carentes, en consecuencia, de apoyos morales, económicos y sociales en el fondo mismo de la tradición colonial. Quienes así piensan, lejos de contribuir a aumentar la fama de los Padres de la Independencia, la disminuyeron abiertamente, pues, en presentándolos como irreflexivos seguidores de novedades extrañas, ponen de lado el largo y callado esfuerzo del mismo pueblo que buscaba aquellas voces egregias para la expresión de sus derechos inmanentes. Olvidan así que la lucha por la justicia apenas viene ha advertirse para el bulto de lo histórico cuando acuden los hombres al argumento de la franca sedición o a la airada protesta. No quieren convenir en que dicha lucha tuvo vida secreta y dolorosa desde la hora inicial de la conquista, como protesta como el inhumano encomendero y contra la avaricia del recaudador. No era espesa media noche la existencia colonial. Yo le encuentro semejanza mayor con una prolongada y medrosa madrugada, durante la cual los hombres esperaron el anuncio de la aurora. Nuestro siglo XVIII es la expresión viva de una agonía de creación. Había lucha, había afán de crecer, había empeño porque brillase la justicia. Al rey se obedecía pero se discutían sus órdenes. Cuando sucedió la independencia de las colonias inglesas del Norte y se produjo la explosión liberadora de la Revolución Francesa, ya en nuestro mundo colonial existía una conciencia capaz de asumir reflexivamente actitud congruente con los aires del tiempo. La libertad y la justicia no eran temas extraños al propósito de nuestros antepasados bastantes tenían discutidos con las autoridades los letrados. Por la autonomía de la provincia había sido condenada la memoria de Juan Francisco de León. Bolívar creció bajo un alero donde ya habían anidado las águilas rebeldes. Un año antes de venir al mundo el futuro Libertador de América, don Juan Vicente Bolívar escribía al díscolo Miranda sobre los problemas de la autonomía de la Provincia. Con hacerlos contraeco de voces extrañas, se reduce el tamaño de los Padres de la Patria. Crecen, por el contrario, cuando se les presenta como conciencias, poderosas en que se recogieron las voces antiguas para expresar las adivinaciones de su tiempo.
En esto no hay propósito alguno de echar brillantes capas de oro sobre el mérito de España como nación colonizadora. Esto no es leyenda ni blanca ni dorada. Esto es Historia con «verdad de vida». Lo que así pensamos sólo perseguimos instrumentos con que anchar y pulir los contornos de la venezolanidad, al mismo tiempo que buscamos mantener, como lumbre que dé calor a las conciencias el fuego de esa tradición, que no se ve, que escribe, que no se graba sobre piedras, pero que se siente como marca indeleble para fijar los caracteres y para empujar los ideales constructivos.
Cuanto se ha dicho de malo acerca de la «peligrosidad» de la llamada «leyenda dorada» de que se me hace abanderado, debe cargarse, en cambio, a la cuenta de la leyenda contraria. No debe olvidarse que esta fue fraguada inicialmente a las orillas del Támesis, como arma contra los valores hispánicos, que nutrieron nuestra cultura. En nombre de esa leyenda se ha logrado la desagregación de la conciencia de los pueblos hispanoamericanos y se ha hecho, en consecuencia, fácil el arribo de las naves donde viajan los modernos corsarios, que buscan convertir nuestras repúblicas independientes en factorías para su lucro.
Como he dicho, no participo con las tesis de quienes sólo encuentran en la obra de España temas para el laude. Nuestra conciencia nacional se formó al rescoldo de ideas de tan acusado tiente rebelde que los mayores admiradores de España siempre hallarían motivo de critica en diversos aspectos del régimen colonial. Pero esa conciencia liberal y esa altivez nuestra que repudia los encendidos contornos dorados, aun cuando se trate de ribetear con ellos la propia vida portentosa de Bolívar, se formó, aunque cause asombro en pleno periodo colonial. Sirve de ejemplo: en 1618, el Gobernador de La Hoz Berrío, hombre de gran piedad, junto con el Cabildo de Caracas, integrado por elementos de severas practicas religiosas, pidieron que el Obispo Bohórquez fuera a radicarse a la ciudad episcopal de Coro, para que dejase en paz a Santiago de León de Caracas, cuyos moradores no hallaban la manera de componerse contra el violento Prelado. Durante la colonia se vió en Caracas el espectáculo de que fuera un Obispo condenado a resarcir perjuicios causados a clérigos, y de que más de un Gobernador tomase por habitación obligada a la Cárcel Pública. Hubo grandes injusticias, nadie lo niega; hubo empeño cerrado, de parte de algunas autoridades, en quebrantar el ímpetu de los hombres libres; pero estos reatos coexistían, como ya he dicho, con actitudes contrarias, del mismo modo como han estado presentes, y seguirán presentes en el orden de nuestra Historia, los hombres que padecen por la libertad y la justicia, junto con los hombres que sienten placer en el ejercicio arbitrario del poder.
Al ahondar, pues, en el estudio de estos problemas de nuestra Historia nacional, solo he buscado presentar los hechos en su verdad contradictoria. A la vieja tesis de un país colonial distinto del país republicano, he opuesto la tesis de un país nacional en formación, que luchó heroicamente, con sus propios recursos y contra los recursos de sus propios hombres, por transformar un sistema de minoría en un régimen de mayoridad política. La oposición, insisto en decirlo, no es de fechas, sino de actitudes. Y esa actitud de lucha prosigue y proseguirá siempre, como expresión del espíritu dialectico de la Historia.
Cuando empecé a estudiar en serio nuestra Historia, di con las «tinieblas» coloniales que habían asustado a otros; mas, haciendo mío aquel consejo chino que enseña ser más prudente, cuando nos encontramos a oscuras, encender una vela que maldecir las tinieblas, busqué de prender la modesta candela de mi esfuerzo, hasta lograr que se disipara la oscuridad que a otros había movido a la desesperación y a los denuestos.
Buscar en nuestros propios anales respuestas para nuestras incesantes preguntas, dista mucho de que se pueda tomar como afán de vestir arreos dorados a la Metrópoli española. Repetidas veces he escrito que la aventura de las Indias produjo una escisión en el propio mundo español. Desde el siglo XVI existieron dos Españas. La vieja España, deseosa de más anchos horizontes, vino en el alma de su pueblo en busca de las playas ilímites de nuestra América. Que lo diga el opulento barroco de Méjico, de Lima y de Guatemala. Que cortes de Cádiz, donde se dejo oír el acento viril de pueblos que lo niegue la tozudez de muchos peninsulares, fue donde culminó la obra portentosa de una España, que nacida para la libertad y para la justicia y al sentir las trabas del absolutismo que contrariara las viejas franquicias, buscó una nueva geografía para la altivez de sus símbolos, y que al compás de la fuerza despótica que, con los Borbones, tomó el poder regio, fue creciendo en rebeldía hasta ganar la Independencia.
A la «leyenda negra» no opongo una «leyenda dorada» como han dicho algunos Profesores de Secundaria. Una y otra por inciertas las repudio. La falsedad que destruye, he intentado contrariarla con la verdad crea, no con la ficción que engaña. Y si feroces críticos, desconociendo mi derecho a ser tenido por historiador y por leyendista, me incluyen entre los partidarios de la trajinada «leyenda dorada», culpa es de ellos y no la mía el hacerme aparecer en sitio que no me corresponde. Tengo, por el contrario, fe en que mi razonado hispanismo sirve de ladrillo para el edificio de la afirmación venezolana, en cuyo servicio me mantengo dispuesto a encarar las asechanzas de tantas conciencias bilingües como amenazan nuestra integridad nacional. Por medio de mi actitud no busco, tampoco, recompensa que sobrepase lo que para su oscuro nombre esperaba Sancho, cuando dijo nuestro Señor Don Quijote: «Yo apostaré que antes de mucho tiempo no ha de haber bodegón, venta ni mesón o antes tienda de barbero, donde no ande la historia la historia de nuestras hazañas.». A la zaga de Quijotes de buen porte, a quienes se nombre mañana como defensores del genuino destino de la Patria, confío que vaya mí nombre, en el mero puesto de campaña que para el suyo aspiraba el buen Sancho.
Claro y tendido os he hablado de lo que significa el hispanoamericanismo como elemento creador de signos que aun pueden dar fisonomía a nuestra América criolla, visiblemente amenazada de ruina por el imperialismo yanqui y por el entreguismo criollo. Sólo me resta advertir que no pretendo que nadie tome como verdad inconcusa la razón de mis palabras. Si no me creyese en lo cierto, no profesara tales ideas; mas, la certidumbre en que estoy de la bondad de mis asertos, jamás me mueve a desconocer el derecho que otros tengan para pensar a su manera, muy más cuando hombres de irreprochable honestidad difieren de mis conceptos esenciales. Hasta hoy considero el cuerpo de ideas que durante más de veinticinco años he venido sosteniendo en la cátedra, en la tribuna y en el libro, como el mejor enderezado a dar vigor a nuestra Historia y fuerza defensiva de la nación. Si yo estuviese errado, pecaría de buena fe y a razón de un equivocado intento de ser útil a la cultura del país. De ese error saldría, en cambio, si en orden a destruir el mío, se me mostrase un camino donde fuera más seguro topar con ideas de ámbito con mayor eficacia para la afirmación de la venezolanidad.
Ojalá vosotros podáis mañana enhestar la conciencia en medio de un mundo altivo y libre, como para nosotros lo soñaron los grandes patricios formados al amor de la mediana cultura colonial, y que en 1810 meditaron el porvenir de la República sin hacer mayor cuenta del porvenir de sus haciendas y de sus vidas. Sólo os hago una indicación formal: procurad afincar los juicios futuros sobre el resultado de la investigación crítica y no sobre apreciaciones arbitrarias de otros. Se puede diferir en la estimativa de las circunstancias, pero no se puede eregir un sistema sobre hechos falsos. Posible es apartarse, pongamos por caso, del juicio optimista de Caracciolo Parra León en lo que se refiere al grado de progreso de la enseñanza filosófica que se daba en esta Universidad afines del siglo XVIII; pero, en cambio, no se puede, como aún se hace, seguir invocándose por prueba de un propósito encaminado a mantener en tinieblas a la Colonia, la frase atribuida a Carlos IV, cuando se negó al Seminario de Mérida la gracia de grados mayores. Bastante se ha escrito para probar la inexistencia de la Cédula en que se dice fué estampada dicha frase; de lo contrario, se comprobó que a disidencias cantonales nuestras se debió la prudente abstención del Monarca español. Sobre hechos como este no es posible edificar ninguna crítica seria. Con aceptar la verdad, rendimos parias a la justicia, sin favorecer por nada al sistema de los Reyes. En este caso, vindicar una verdad que aproveche al infeliz Monarca, no constituye demérito para la obra de quienes pusieron término con sus hechos heroicos al dominio español en las Indias, así hubieran ponderado los Padres de la Patria, como instrumento de guerra, los vicios y los defectos de los Reyes. Lo inexplicable es pretender escribir historia imparcial con espíritu de guerra. Se escribirán panfletos y diatribas que empujen la oportuna propaganda de la muerte. Jamás llegará a escribirse la Historia con «verdad de vida» que ha de ayudarnos a entender y a superar la honda crisis que nos viene negando capacidad para organizarnos como nación.

No hay comentarios:

Publicar un comentario