Autor: MARIO BRICEÑO IRAGORRY (1982)
PRIMER TAPIZ
Aquí se pinta como puede salvarse un abismo sin necesidad de puente.
ANTES de todo creemos un deber de sinceridad hacia quienes se tomen el trabajo, grande o pequeño, de leer “Tapices de Historia Patria”, explicar cómo y por qué nació nuestra afición a los estudios de historia nacional. Cosa difícil será a un arquitecto precisar a su cliente cuándo y cómo surgió en él predilección por el arte de edificar. Posible sería suponer que la primera idea de construir apareciera en su mente cuando hubo de deleitarse ante una hermosa arquería gótica o ante la majestad de una serie de columnas dóricas, pues resultaría asaz peregrino imaginar que nuestro arquitecto hubiera sentido el despertar de su vocación frente a una casa en palancas o mientras contemplaba el suave correr del agua en primitiva cañería. Sin embrago, a nosotros nos es más fácil suponer como harto propicio para crear el deseo de ser constructor, el momento en que uno de nuestros prójimos, o nosotros mismos, nos encontremos al borde de un precipicio y sintamos la necesidad de un puente para salvarlo. Claro que estas suposiciones no podrían ni deberán aplicarse en todos los casos en que tratemos de indagar el por qué de la existencia de la existencia de los arquitectos, pues muchos de éstos lo serán porque en su familia haya tradicionalmente existido vocación por el estudio de las matemáticas, o por el motivo, mucho más simple, de que fueran hijos de vendedores de materiales de construcción.
Esta razón de la necesidad de un puente ante las honduras sin fondo de las vías como causa de una orientación profesional justifica y explica también nuestra afición por los estudios de historia patria. En momentos en leíamos hace algunos años la formación de la Patria Boba, llegamos al borde, no de uno sino de múltiples abismos, tal como si estuviéramos en una cima rodeada de precipicios, y sentimos la urgencia de un puente que nos permitiera salvar la profundidad del vacío de los textos. Los que habían llegado a los abismos se habían valido de peligrosos saltos, de audaces acrobacias, y otras veces, muchas, no habían sabido ni siquiera saltar. A nosotros nos hubiera sido fácil y cómodo seguir el mismo procedimiento de los demás lectores, pero nos ocurrió bajar a las peligrosas hondonadas si no con intención de fundarlas, al menos con el buen propósito de explorar el terreno. ¡Y cuál sería nuestra sorpresa al comprobar que no era el puente lo que faltaba, sino el abismo lo que estaba demás!
No se trata aquí de una paradoja, sino de una simple realidad histórica. La existencia del abismo histórico (y esto parece paradoja: un abismo que teniendo historia, no sea sino un fantasma de abismo), la existencia de dicho abismo-fantasma, repetimos, la comprueba, si no la Historia, a lo menos la obra de los historiadores; porque necesario es no perder de vista esta interesantísima cuestión: todos los historiadores no escriben Historia, pues muchos se quedan en las historias, valga decir, en el paleolítico de la Historia propiamente dicha. Y lo más interesante del caso es que estos historiadores, para ser fieles a su clasificación, escriben de una manera lapidaria: como el vértigo del abismo fascina la mente, ésta en el deleite de la imagen, adquiere una posición de tanta rigidez, que hace pétreas las sentencias, y las aseveraciones que lanza en el campo histórico se yerguen con la apariencia de dólmenes, cual corresponde al ciclo arqueológico de los autores.
El período de nuestra historia nacional que, presentando a nuestros ojos el aspecto de un abismo, nos hizo ver la necesidad de un puente para salvarlo, y en cuyo examen llegamos a la conclusión de que era el abismo quien estaba de sobra, se halla erizado de leyendas en extremo lúgubres. Ante el horror que infunden, palidece el Lasciate ogni speranza del Florentino. Tan tupida se presentaba a nuestra mirada aquella selva, que temimos perdernos entre tanto camino abarrancado. Pero la obra estaba empezada, y necesario era darle fin.
Leíamos, como hemos dicho, los anales de la Patria Boba, es decir del periodo inicial de la República que concluye con la desastrosa capitulación de Miranda; y al pensar en la obra realizada por los patricios de 1810 y al estudiar los propósitos que guiaban a los creadores de la Independencia, tuvimos la impresión de hallarnos ante constitucionalistas de la Confederación Americana. ¿De donde eran aquellos hombres? ¿Qué barco desmantelado los arrojó a estas playas fortunosas? ¿Quiénes fueron los sabios jurisconsultos que con la rapidez del rayo de Júpiter se trasladaron a los miserandos pueblos del interior y educaron al ilota que soportaba la ataraxia de tres siglos de coyunda? ¿De dónde salieron aquellas Provincias que deponían su autonomía política en el pacto federal de 1811? He aquí el abismo ante cuya voracidad sentimos es escalofrío de los peligros. Y el abismo se hacía cada vez más negro al pensar en la tragedia colonial. Nada podía venir de atrás: aquel período de tinieblas era impotente de originar este luminoso momento cívico, y la consabida metáfora que dice ser las auroras engendro de las sombras de la noche, resultaba demasiado pueril y literaria para el caso. No nos quedó más recurso que tantear en la oscuridad y medir su espesura, y para ello resolvimos darle un rodeo militar.
Nos alejamos del precipicio y nos dimos a investigar, como quien examina capas geológicas, toda la sombra que se extiende, según el decir de los historiadores, desde los prístinos días de la conquista española, hasta el alba republicana de 1810. Nuestra primera conclusión fue en extremo interesante: la mayor parte de los viejos historiadores que se dieron a la investigación de nuestro pasado colonial. Había cometido un error incalificable, aunque digno de perdón, por cuanto a pesar de todo indica desconfianza de los propios ojos. El error consistía en haber usado catalejo en lugar de lupa para la investigación de la verdad histórica, tal como si un geólogo, después de las iniciales labores topográficas, insistiese en estudiar con la ayuda del teodolito los cortes del terreno. Con tal procedimiento no podía llegarse, claro que no, a algo serio y eficiente, como no hubiera podido llegar nunca el ilustre doctor Ugueto en el Observatorio Cajigal, a clasificar el Necator americano que Rangel buscaba en la laminilla microscópica. ¡No faltaba más.
Armados de esta verdad, descubrimos que la historia de nuestro pasado español no se halla en la historia en uso, sino en las monografías impopulares y en los papeles que no consultaron los viejos historiadores, o por lo menos los historiadores que usan catalejo. Descubrimos también que entre los viejos historiadores aficionados a aplicar la lupa en la investigación histórica, algunos usaron ratos en mal estado, y que otros, como el amable don Arístides Rojas, a pesar de su agrado por los manuscritos, prefirieron la leyenda al examen de los documentos: cuando Rojas habló de instrucción colonial se atuvo a la fábula de García del Rio sin pensar en nuestros ricos archivos. Historiador hay que diga haber llevado don Simón Bolívar el viejo, encargo de las municipalidades de la primitiva Gobernación de Venezuela, para pedir al rey que eximiera a los indios del trabajo personal, y cata que los documentos prueban que don Tristán Muñoz, como Procurador de Caracas, levantó probanza encaminada a certificar los grandes perjuicios que ocasionaba la Real Cédula, fecha en San Lorenzo el 27 de abril de 1588, que prohibía el servicio personal de los indígenas, y que en virtud de esta probanza el viejo Bolívar fue encomendado de pedir la revocatoria de tal Cédula; de donde resulta más liberal el Demonio del Medio Día que los propios cabildantes caraqueños; pero al historiador interesaba presentar al primer Bolívar venido a nuestra Patria por redentor de indios, como si esto acrecentara la gloria del último Simón.
En cambio no debemos, dios nos libre de ello, faltar a la justicia. Nadie negará que Ángel César Rivas, Pedro Manuel Arcaya, Tulio Febres Cordero, Laureano Vallenilla Lanz, Caracciolo Parra León, Rafael Domínguez, Caracciolo Parra Pérez, Monseñor Nicolás E. Navarro, Luis Alberto Sucre, Rodríguez Rivero, Vicente Dávila, García Chuecos, Ambrosio Perera y algunos más hayan aplicado no sólo lupa, sino potente microscopio, al estudio de nuestras viejas capas históricas. También ellos sintieron el escalofrío de los abismos y supieron salvar las dificultades de las vías. Unos más que otros, hallaron candilejas que les permitieron adentrarse en la «noche colonial» y descubrir entre los socavones la huella de los tesoros con que los patricios de 1810 pudieron pagar al tiempo el precio de su benemérita prestancia.
Pero las conclusiones de la crítica no han entrado de lleno en la historia popular, y para una mayoría numérica continúa subsistiendo el abismo, y el abismo se traga la verdad de nuestro pasado. Se ha sostenido por muchos historiadores la conveniencia de datar en el siglo XIX la partida bautismal de nuestra patria, y se invocan razones de menguado patriotismo y falacias fundamentadas en hiatos inexistentes, para renegar de nuestra mañana cívica. Con lógica modernista, pese a su origen sofístico, se ha llamado por muchas blasfemias patrióticas a toda investigación encaminada a ensanchar en el tiempo las lides de nuestra nacionalidad. La Historia misma, maestra de la verdad según enseñaban los antiguos sabios, ha sido declarada reo de lesa patria, y más de uno de estos modernos inquisidores del Santo Oficio de la Libertad, estarían dispuestos a desenterrar sus huesos para hacer con ellos una acto de fe espléndido. Pero afortunadamente la Historia, aunque se refiera a hechos pasados, ni muere ni pasa, y vive en cambio siempre fresca para sonrojo de sus negadores, condenados a sufrir el destino de la mujer de Lot, por contraria razón a la que convirtió a aquella en monumento de sal. Nada vive tanto y con tanta fuerza como el pasado. Nosotros mismos que hablamos con bocas actuales, no somos sino su prolongación indefinida. Aunque se oculten los hechos, ellos terminan por declarar su propia verdad, como la semilla que sin riego doméstico, brota y crece en su dura tierra. Porque la Historia alejada de la concepción de Herodoto, no sólo es recuento de hechos, sino los hechos mismos, y cuanto más avancen en el tiempo los anales de un pueblo, mayor será su potencialidad cósmica y más enérgicos los rasgos de su vitalidad política. No se sustenta un Estado sobre un pueblo que, carente de Historia, carezca también de centro de gravedad para el futuro; ni tampoco es el héroe, en el sentido caryliano, el autor de la historia de los pueblos. El héroe, por lo contrario, es producto de la Historia. Cuánto va de Guacaipuro a Simón Bolívar difieren las historias de la Historia.
Las historias, además de las inconsistencias de los hechos que refieren, expresan comúnmente lo que los autores desean que hubiese pasado, o simplemente circunstancias que hubiera sido importante que pasara para dar mayor brillantes a ciertos relatos. No son siquiera una sub-historia, y más bien parece la anti-historia.
Nuestro pueblo resultaría, así pudiéramos decirlo, anti-histórico, por cuanto lo que se ha llamado historia popular no es sino un relato fundado sobre un abismo, de consistencia tanta como la de un rascacielos de alfeñique. Mientras los viejos vascos, hoscos y taciturnos, estribaban la fuerza de su pueblo en la frase ya trivial “Nosotros somos, no datamos”, algunos de nuestros historiadores, a quienes parece complacer que aún no seamos, se empeñan en enseñar a las masa que apenas esta mañana una vieja bruja nos sacó, crecidos y calzados con las botas del gato del molinero, de una minúscula cueva de ratones.
Claro que no deja de tener algo o mucho de pintoresco esto de que aparezcan in promptu en la escena unos hombres barbados y con grandes espuelas de guerra, cuando en el acto anterior eran Ratón Pérez y Cucarachita Martínez los únicos personajes que concretaban la acción. Y mucho más divertido parece ser que las espuelas de los guerreros hayan bajado de las nubes en brazos de un duende, que haber de presenciar los esfuerzos del héroe forjándolas sudoroso sobre el yunque impasible, durante varias generaciones.
Aquellas historias cuyos principales personajes son duendes y brujas se prestan admirablemente, por la extraña novedad, a ser contadas a los niños durante las largas veladas familiares. Lo mismo pasa con las historias anti-heroicas que llenan los vacios de nuestros anales, y por eso muchos historiadores, para tener público infantil que los aplauda, enseñan al pueblo que apenas nación con el último turbio de la noche pasada. Con justa razón se ha dado a estas historias el calificativo de románticas, mucho más decoroso a pesar de todo, que el de anti-historias, y bastante conforme con el uso que los escritores ingleses, aun antes de existir el romanticismo como escuela, hicieron "del epíteto romantic, en sentido metafórico y aplicado a aquellos sitios campestre en que la naturaleza despliega toda la variedad de sus formas, con el aparente desorden que la caracteriza, entre los contrastes de hermosas campiñas y collados amenos, con montes escarpados, precipicios terribles y peñascos estériles e incultos".
Nosotros por medio de estos "Tapices" históricos, no destinados a museos ni ha exposiciones, sino a ser devorados por el fuego de los críticos, intentamos pintar algunos de los hechos principales de nuestro pasado colonial y especialmente las circunstancias que nos llevaron a comprobar, con gran sorpresa de nuestra parte, que donde notamos de primera intención la falta de un puente por hallarnos al borde de un abismo, lo que sobrara era el abismo; sorpresa semejante a la que debieron de haber sentido los niños buscadores del pájaro azul cuando advirtieron, al regreso de una vana peregrinación, que en el humilde hogar sobraba las jaulas donde estaba silente, y no de hogaño, el pájaro que sin fruto buscaron fuera. Entonces supimos que nada es tan fácil como salvar un abismo sin necesidad de puente, cuando no existe dicho abismo.
SEGUNDO TAPIZ
Aquí se pinta cómo vino el juego sobre las aguas.
La primera dificultad para formarse un concepto preciso de los sucesos con que tropieza el estudiante de historia nacional, consiste en que los textos empiezan por decir que Cristóbal Colón descubrió nuestra Patria el 1º de agosto de 1498, cuando en realidad Venezuela no existía y mal podía ser descubierta no existiendo. Si los autores se concretasen a decir que Colón, firme en su propósito de buscar las tierras situadas, según el oráculo de Medea de Séneca, más acá de la famosa Tule, llegó en su tercer viaje a las costas de Paria, en el actual oriente venezolano, y que más tarde el Capitán Alonso de Ojeda, quien debió de haber conocido a Venecia sólo de nombre, dio en lo que hoy se llama Golfo de Maracaibo, con un pueblecito de indios alzado en estacas sobre mar, que le sugirió, por su parecido con la reina del Adriático, el diminutivo de Venezuela, estarían en sus cabales.
Las costas que Cristóbal Colón descubrió en 1498 sólo vinieron a recibir doscientos setenta y nueve años, un mes y siete días después del paso del Almirante, el nombre de Venezuela; porque nuestra Patria, la Venezuela de hoy, con sus fronteras geográficas, con sus ciudades y pueblos sometidos a una misma autoridad y a una dirección administrativa inmediata, no apareció sino el 8 de septiembre de 1777.
No quiere decir esto que nosotros pretendamos quitar de las glorias del Almirante genovés, aunque algunos digan que nació en Pontevedra, ésta de haber sido el primer navegante europeo conocido que viera las costas de nuestra Patria, que entonces no era nuestra, sino de los indios que la habitaban.
La Patria, nuestra Patria, como entidad moral y como resumen de aspiraciones colectivas, no podía existir en aquella época para nosotros ni para nuestros antecesores, llegados más tarde en las carabelas que siguieron la ruta de la nave del Almirante. La patria vino sobre el mar como una prolongación de la Península, y no era aún la Patria casera que el Padre Borges simboliza en la gota de agua del tinajero; por lo contrario, una nave sobre la inmensidad de las aguas del mar sería su mejor símbolo. (Y ella, como si un enigma marino presidiese sus destinos cívicos, volverá a correr la misma suerte de bogar a merced del viento sobre las pérfidas aguas, cuando perdida la primera Republica, Bolívar, en quien se encarnan las aspiraciones de la Patria por ser independiente y que en aquellos momentos es como la Patria misma, navegue, sin fortuna y sin esperanzas, sobre las aguas del Caribe, portador como Eneas de los penates sagrados).
Aquí pudiera algún historiador interrumpir nuestro relato con razones de aparente fundamento jurídico: nuestra Patria nos pertenece diría, no porque la sojuzgase el conquistador español, sino por nuestra colectiva propiedad indígena; y nos hallaríamos como ante un tribunal donde se discutiese una acción reivindicatoria y una de las partes hubiese intentado la prueba llamada diabólica por las escuelas, y con ella comprobase a la postre que lo que le pertenece por posesión útil de sus ascendientes paternos, perteneció por títulos caducos a sus abuelos uterinos. Cualquiera, sin ser el propio juez, le redargüiría que la última circunstancia probada, aunque innegable de suyo, no pasaría de tener un mero valor sentimental, pues era bastante a su derecho probar la continua voluntad de señorío de sus legítimos causantes.
Porque nuestra Patria no es continuidad de la tribu aborigen, sino la expansión del hogar conquistador, vinculado tan fuertemente a la tierra americana, que al correr de los años fueron sus hijos legítimos indígenas, hasta el extremo de ver como extranjeros a los propios españoles de la Península. (A quienes estén acostumbrados a llamar indistintamente indios o indígenas a los pobladores primitivos, sin hacer el debido distingo de los términos, parecerá paradojal nuestra aseveración, pero deben recordar éstos que indígena no pasa de significar originario de un país).
El español, en actitud ardorosamente democrática, no esquivó la unión con la doncella indiana, y la prole llevó también el sello que biológicamente debía dominar; y aun los indios, que apacentados en la encomienda y en la misión adquirieron la fe y la lengua enseñadas por los doctrineros, supieron cambiar sus hábitos y fue una nueva aspiración suya sumarse a las actividades sociales de quienes los civilizaban. (Esto mismo podría decirse con relación al negro africano, traído a las tierras americanas para aliviar la suerte de la raza sojuzgada).
Débiles los indios, tanto en el orden físico como por su desarrollo intelectual, al mezclarse las razas, la sangre aborigen quedó diluída en una solución de fórmula atómica en que prevalece la radical española.
Y cuanto pueda decirse del plasma sanguíneo criollo, tanto y aun más puede decirse del plasma moral e intelectual. El español en su labor de conquistador usó la misma táctica de Roma: penetró y atrajo; el inglés, por lo contrario se expandió lentamente, y repelió al indígena. Con el águila capitolina, las legiones de César llevaban buena provisión de píleos para cubrir, en señal de libertad, la cabeza de los nuevos súbditos: los Adelantados de España, al par del Estandarte de Castilla, llevaban el agua lustral, a cuyo riego el indígena sojuzgado pasaba a la categoría de hermano menor, a quien era necesario instruir y proteger.
Fenómenos que rompen los límites del dato histórico para buscar su explicación en complejas síntesis de psicología colectiva, la acomodación de las clases coloniales y el brote de los "tipos" que se forman en el nuevo ambiente geográfico, rememoran estados atávicos de la sociedad peninsular. Páez, encarnación de la llanura brava, es como la resurrección en nuestras tierras del indomable Viriato. Y frente a la expansión de las formas de culturas, activas o latentes, que vienen con las huestes de la conquista a imponerse en nombre del tiempo, el medio telúrico, con sus fuerzas desconocidas, se alza como reclamo del espacio, para delinear con caracteres diferenciales a la nueva sociedad, que, al correr de los años y sintiéndose distinta de España, lucha con gesto ejemplar por su independencia política.
Claro que la codicia de muchos aventureros españoles realizó actos que han dado apariencia de la legitimidad a la leyenda negra que ha venido pesando sobre España, y que reales disposiciones, como la que permitió a boca de la conquista esclavizar a los indígenas, son puntos en que parece hallaran cimiento los cargos hechos contra el régimen colonial español; mas los juicios que se alcen sobre tales apreciaciones carecen del carácter constante y universal que reclaman los juicios históricos.
Por lo que dice a nuestros indios, debemos empezar por mirarlos tales cuales eran. Necesario es, más que ocuparnos en la medición de los residuos osteológicos que de ellos aparecen a diario en sus cementerios, valorar sus capacidad y su amplitud culturales de entonces, por medio de los instrumentos que nos proporcionan los relatos de los primeros cronistas y por las informaciones que aún permanecen inéditas en los archivos.
Nuestros indios, o los indios que vivían en el actual territorio nacional, podríamos catalogarlos como pertenecientes a las tribus más atrasadas de América. Los restos arqueológicos hallados en huacas y sepulcros que indican un verdadero desarrollo cultural, no corresponden a la población hallada por los conquistadores: unos pertenecen a pueblos por entonces desaparecidos; otros a tribus ya en estado de decadencia; y los más sólo sirven para mostrar el radio de las migraciones culturales que, partiendo de las regiones realmente avanzadas, se expandieron por el territorio americano. Por otra parte, los indios de estas latitudes no representaban, desde el punto de vista de la organización político-social, una comunidad continua, y estaban, en cambio, divididos en parcialidades que, a pesar de ser correspondientes a un mismo grupo lingüístico, no tenían más contacto que el de las luchas continuas. Quien siga las antiguas clasificaciones etnográficas no llegará nunca a comprender el origen ni la naturaleza de aquellos primitivos pobladores, según es el número de tribus y familias; pero esfuerzos conscientes de estudiosos contemporáneos han sido buena parte para lograr una clasificación lógica y precisa, que permite orientarnos en tan abstruso problema.
Parece que en una época no muy anterior a la Conquista, el territorio de la República estaba ocupado por tribus Aruacas o Naruacas, de costumbres blandas y pacificas, y por elementos semejantes de origen Betoy, los cuales fueron atacados y reducidos en su mayor parte por los invasores Caribes, provenientes de las grandes selvas del Amazonas. La conquista Caribe aún no se hallaba consolidado cuando los españoles llegaron a estas tierras. Mantenían aquellas razas un modus vivendi, o entente primitiva, tan frágil como las modernas de Europa, en que, con las luchas por el dominio de la tierra, alternaban pacíficos trueques comerciales. Los caribes, de vocación germánica, habían hecho suyos los artículos de mayor demanda: la sal y el veneno para las flechas: aruacos y betoyes, de costumbres sedentarias, tejían el algodón y la pita, cultivaban el maíz y la yuca, y fabricaban el utillaje domestico. Mientras los segundos se aposentaban en tierras labrantías y construían primitivos regadíos, los caribes preferían el litoral con sus salinas y los grandes ríos, donde se dedicaban a la pesca y a la fabricación de canoas y piraguas para sus audaces aventuras marítimas. Sus costumbres diferían notablemente: gran señor parece haber sido Manaure, cacique de la parcialidad Chaquetía, de la gran familia Arauca; duros y crueles eran ciertos indios, de extracción Caribe, comedores, según decir de Gomara y otros cronistas, y lo confirman documentos de la época, de “carne humana, fresca y cecinada”.
El soldado español, cuya infundidle altanería celta-romana se había acrisolado durante la larga lucha contra los moros, era natural que mirase con desdén aquellas razas bárbaras de antropófagos e idólatras. Los primeros en venir buscaban en general el precio de la aventura, y cuando escasearon las perlas y las pepitas de oro, y aun sin tal escasez, fundamentaron en el canibalismo de algunos naturales y en el buen consejo del Licenciado Zuazo, la razón de esclavizarlos y venderlos para acrecentar la granjería. El Rey mismo, que dudaba de la humanidad de aquellos sus nuevos súbditos, autorizó con su firma la licencia de hacer sacas de esclavos, y los salteadores asolaron nuestras playas.
No son los americanos de hoy, es España misma, quien se duele de esta práctica esclavista y salvaje de los albores de la conquista; y no es de ahora esta reacción española contra el rigor de semejante sistema, pues surgió como protesta coetánea de los mismos hechos que condenamos. Frente al viejo concepto imperial de la conquista, y en menoscabo de ciertas teorías medievales, que daban imperio sobre el mundo al Pontífice Romano, como representante legítimo de Cristo en la tierra, los teólogos españoles de siglo XVI opusieron ideas de justicia y equidad, tan eficaces como para crear en la legislación universal una rama nueva que define y cimienta el derecho de los pueblos. Todavía en vida del viejo Rey Fernando, se reunió en Burgos el año 1512, la primera junta de juristas y de teólogos que discute si la Corona tiene sobre las Indias dominio despótico y si quienes se sirven de los indios como esclavos están en la obligación de restituir. Este movimiento no se conforma con sentencias casuísticas, y, en cambio, continúa en forma vigorosa y creciente hasta cristalizar para la práctica en el establecimiento de un Consejo especial que se ocupa en los negocios de Indias, y de manera universal y perdurable, en las teorías jurídicas del benemérito Francisco de Vitoria, padre del Derecho Internacional.
Esta reacción a favor del indio fue, sin embargo, la causa del descrédito de España como nación conquistadora. Para hacer triunfar la equidad, muchos abultaron la obra de los conquistadores y ponderaron las virtudes de los indígenas. El Padre Las Casas, espíritu tan blanco como el hábito de su egregio instituto, pinta a los nativos de América con colores tan tenues y sugestivos, que parece posible convertirlos y civilizarlos con la sola ayuda de antífonas y asperges; y como contraste, al lado de tanta blancura, el conquistador se enhiesta tinto en sangre inocente y cargado de botín fabuloso. Y no fue sólo Las Casas quien así escribiera. Unos por la blanda piedad, otros por saciar sed de venganzas, fueron muchos los que dirigieron falsos memoriales a la Corte y publicaron libelos atroces contra los conquistadores; y aun después de tantos años, dichos documentos son explotados en toda su fuerza aparente por historiadores cuyo romanticismo no resiste ante la queja dolorida que en ellos parece clamar aún por la justicia.
Toda una literatura sentimental se ha fundamentado en la leyenda blanca de los indios, al igual de la que con tintes sombríos ha formado la leyenda negra de España. “Fue una lástima -dicen- que no se dejara en libertad aquella raza infeliz para que hubiera desarrollado su cultura”; y en días pasados, alguien, quejándose de la manera como nuestro Gobierno viene reduciendo las tribus indígenas de Guayana y el Orinoco, sugería la conveniencia de que, garantizándoles su estabilidad social, se propendiese a que por sí mismas ensayaran formas de gobierno en consonancia con sus costumbres, levantasen templos adecuados a sus dioses, y realizaran una literatura que fuese fiel trasunto de su filosofía y de su gusto artístico. Tanto valdría, hubimos de contestarle, como si se organizara un museo de historia natural en plena selva, y maldita la gracia del Olimpo zoológico que llenaría sus templos!
Este sentimentalismo indianista cierra la mente de muchos para la comprensión del gran fenómeno histórico realizado en nuestras tierras. La conquista española no debe juzgarse desde los bohíos del aborigen, sino desde una posición universalista. Con las carabelas de la conquista venia un imperativo de cultura, más que un simple propósito de lucro. Una ley histórica, que hasta los pacifistas nos vemos obligados a respetar en su dimensión pretérita, y la cual fue aplicada a las mismas prédicas cristianas en la época de las Cruzadas, enseña que la conquista de las culturas no abarcó radio mayor que el señalado por el filo de las espadas guerreras o su próximo temor. No fueron juristas de Roma quienes educaron para el derecho y para la comprensión política a los pueblos del imperio: con las fasces del Pretor, símbolo de la autoridad imperial en los pueblos conquistados, iba el Edicto, génesis de todo derecho: la Iglesia misma, que ya había colocado la señal de la cruz en los escudos legionarios de Roma, puso más tarde bajo el amparo de los barbaros la paloma evangélica, y el vuelo de ésta se cirnió seguro bajo la protección de aquellos cazadores violentos, como el padre de Nemrod, de manos más propias para el ciudadano del halcón avizor que para auspiciar la blancura de los místicos palomares. Las culturas antiguas se expandieron como sello de bélicas conquistas o como botín arrancado a los vencidos: cuando los romanos dominaron el imperio macedónico, advirtieron a su regreso a la Ciudad Eterna que el águila legionaria cubría bajo sus alas lechuzas atenienses.
Las luchas de los grandes pueblos materializaron la expansión de ideales ocultos más allá de los programas bélicos. Cuando el español se coloco frente a frente con el indio de América, no era el ser providencial a quien el Altísimo premiaba con nuevas tierras por su constancia en defender la fe, sino quince siglos de cultura occidental que, salvando el azar de los mares, reclamaban mayor radio para la vitalidad de sus símbolos. El carácter expansivo y penetrante de aquella jornada memorable, no fue sino la expresión de voluntad que caracteriza las etapas superiores de la vida del hombre y de los pueblos, y que se ha resuelto, en demérito de la paz y la justicia, por el empuje de las espada que domina penetrando, o que se ampara tras el escudo solitario que sabe resistir el oleaje de los dardos salvajes.
Los mismos indios hubieron de mirar a los nuevos señores como mensajeros divinos, y antes sus huestes extrañas creyeron realizada una promesa que de antiguo vagaba entre la obscuridad de sus caprichosas teogonías: del oriente vendrán nuevos profetas a enseñar la verdad.
Suponer por un instante que la cultura universal hubiera recibido algún servicio con el desarrollo de las semiculturas aborígenes, nos parece, a pesar de ser el hipotético un modo imperfecto de conjugar en Historia, una tesis tan difícil de sostener como la que asentase que hubiera importado sobremanera que los druidas hubiesen desarrollado su rudimentaria civilización.
Y si esta razón universal que legitima la superposición de las culturas en virtud de su perfección, la podemos aplicar a los grandes imperios azteca e inca, restos apenas de antiguas civilizaciones que habían olvidado su hora helénica, ¿qué decir de nuestros pobres aruacos, betoyes y caribes, pobladores, en casas para cuya construcción ni siquiera se utilizaban adobes, del territorio donde los españoles echaron los cimientos de nuestra Patria?
Convirtamos nuestros ojos, no a los desalmados salteadores sin corazón y sin progenie, sino a las expediciones que, cubiertas de regios mandatos, vinieron a correr la tierra y a fundar en ella las futuras ciudades. Ellos traen la espada que destruye y también la balanza de la justicia: con el tesorero viene el predicador; con el férreo soldado, la soñadora castellana; con el verdugo, el poeta y el cronista. Viene el hogar nuevo, la familia que será raíz de frondoso árbol. Los indios los acechan desde los montes cercanos a la desierta playa. Es de noche y el frugal refrigerio reclama el calor de la lumbre: para evitar el retardo de los frotes del pedernal, un marinero corre a la vecina carabela y de ella trae, cual Prometeo marino, el fuego que arde e ilumina. Ya, como en un rito védico, Agni impera en la nueva tierra y un canto de esperanza hinche el corazón de los hombres extraños, hechos al dolor y a la aventura. Y aquel fuego casi sagrado que caldeará durante siglos el hogar de los colonos y alumbrará las vigilias de la Patria nueva, ha venido de España, en el fondo de los barcos, por el camino de los cisnes, como los normandos llamaban al mar.
TERCER TAPIZ
Aquí se pinta cómo se dilataron las fronteras de la Patria.
La mayoría de nuestras historias al describir las conquistas de la tierra, adolecen de un grave defecto unilateralidad, que conduce al estudiante a una confusión lamentable. Y la razón está en que quienes se han propuesto escribir la historia colonial de Venezuela han seguido el plan de los nuevos cronistas, en especial de Oviedo y Baños, sin percatarse de que este insigne autor sólo abordó la historia de la primitiva Provincia y Gobernación de Venezuela, o sea el territorio arrendado por la Corona de España en 1528 a los Welser. Nuestra historia se inicia con tal sistema en las costas de Coro con la venida de los alemanes y no pasa los límites de Macarapana al este, ni los de Timotes al oeste, ni intenta, mucho menos, vadear el Orinoco, cuando a la fecha ya había habido la tentativa pacifica de colonización de los Padres de Santo Domingo y San Francisco, Gonzalo de Ocampo había fundado la Nueva Toledo y Jácome Castellón la Nueva Córdoba; en la isla de Cubagua, la Nueva Cádiz lucia “casa torreadas, con altos y soberbios edificios” y se daba el lujo anti-platónico de ofrecer albergue confortable a varios poetas; y la Isla de Margarita, erigida desde 1525 en Gobernación, presentía el caso insólito de que doña Aldonza Manrique, a pesar de sus largos cabellos, empuñase el bastón de la magistratura, dejando constancia a las mujeres de la Isla de que eran capaces, como lo supo confirmar en las luchas por la Independencia doña Luisa Cáceres de Arismendi, de acometer bélicas empresas, porque en aquellos tiempos gobernar no sólo era poblar, como enseña Alberdi, sino también pelear y a veces con el mismo Tirano Aguirre.
Y cuando los historiadores intentan explicar los hechos llevados a cabo fuera de los límites de la primitiva Provincia de Venezuela, lo hacen en tal forma que el cuadro general aparece tanto inmóvil cuanto carente de unidad; y semejante, en su forma plástica, a los paisajes rudimentarios en que la ausencia de sombra y de perspectiva mantiene las figuras en un solo plano que, impidiendo valorar distancias y estaturas, niega al conjunto la lejanía esencial a la pintura y a la Historia.
La falta de método apropiado que establezca en la exposición de los hechos la coetaneidad de las jornadas de los conquistadores y permita precisar a su debido tiempo la formación de las distintas entidades políticas que existieron con carácter autonómico hasta el año 1777, es parte a impedir la comprensión del problema político-colonial y sus proyecciones posteriores en la vida de la República. Sin pensar en don Juan de Orpín, primer Gobernador de la Provincia de los Cumanagotos y Palenques, sumada en 1654 al gobierno de la Nueva Andalucía, no se puede explicar la premura con que los barceloneses de 1810, al asumir el pueblo la soberanía que a Fernando VII era imposible ejercer, constituyeron la República de Barcelona colombiana.
Pero sucede que los historiadores que sólo ven tinieblas en la Colonia, negándose a trazar las sendas que abran la comprensión exacta de los sucesos, hacen más caótica la Historia. Bien sabemos que muchos redargüirían que aún faltan los documentos necesarios para llenar los grandes vacios que lamentablemente existen en los anales de las antiguas Provincias, especialmente en los de Margarita y Maracaibo, pero ¿tendrá derecho un arqueólogo a pasar en silencio sobre la huella de un pedestal, por la sencilla razón de no poder precisar si soportaba una cariátide o un atlante? Además, la historia de varias Gobernaciones, en lo que dice a su formación política, no se encuentra en la pequeña narración de Oviedo y Baños, pero se halla en cambio en la del Nuevo Reino la Granada, del cual formaron parte integrante. Para poder explicar los orígenes de la Provincia de Guyana es necesario remontarse hasta el Licenciado Jiménez de Quesada. La fundación de Mérida y su gobierno hasta la creación del Corregimiento del mismo nombre, es página común a la historia de las ciudades de Pamplona y Tunja.
Acaso sea éste uno de los caminos que hagan a saltos más largos nuestros historiadores. Cuando tratan dicha materia, caminan con tanta falta de firmeza como si anduvieran sobre carbones encendidos; y, sin embargo, es ella una de las que posee mayor trascendencia para la explicación de fenómenos históricos que aún tienen eco en nuestro presente nacional.
La evolución político-colonial que culmina en la creación en 8 de septiembre de 1777 de la Gran Capitanía General de las Provincias Unidas de Venezuela, a pesar de su importancia para la comprensión de nuestras idiosincrasia constitucional y para la explicación de sucesos íntimamente vinculados a nuestra existencia republicana, exige un estudio sólo asequible a quienes sepan manejar nuestras fuentes históricas, cuando debería, por lo contrario, ser capítulo primordial de las historias populares.
El 8 de septiembre de 1777 es como ante diem del 19 de abril de 1810. Sin la integración política de aquel año 10, la uniformidad del movimiento autonómico del año 10 hubiera sido irrealizable y el utipossidentis juris habría alterado profundamente nuestras líneas fronterizas. El día en que el Brigadier don Luis Unzaga y Amezaga, Gobernador y Capitán General de Venezuela, pudo librar órdenes desde Caracas, que lo mismo se cumplían en Cumaná que en la Villa de San Cristóbal, representa una fecha de tanta trascendencia en nuestro calendario patriótico como la de cualesquiera de las consagradas por fastos nacionales en las Leyes de la República, y tiempos llegarán, cuando nuestros pueblo se imponga debidamente de su historia, en que el alba del 8 de septiembre sea saludada con los mismos honores que la Patria rinde a sus grandes efemérides.
¿Qué era nuestra Patria, la Venezuela de hoy, antes de aquel día? Nada más que Provincias aisladas sin otra unidad, fuera de tener una Intendencia común para cuestiones fiscales, que la mediata de ser partes del gran imperio ultramarino de España. Los actuales Estados de Occidente, (Táchira, Mérida, Zulia, Barinas y Apure) formaban una Provincia, primero llamada de Mérida, después de Maracaibo, que dependía en lo político, judicial y militar de Santa Fe de Bogotá; Bolívar, Amazonas y el Delta, bajo la denominación de Provincia de Guayana, sujetos al mismo gobierno del Virreinato; Anzoátegui, Monagas y Sucre, que integraban la Provincia de la Nueva Andalucía, y Margarita, Provincia autónoma, subordinadas también al gobierno dicho; y la primitiva Venezuela, que comprendía las entidades no nombradas, era sólo una pequeña porción de territorio rodeada por la vasta extensión del Virreinato.
Al unirse bajo un mismo gobierno militar y político aquellas unidades gubernamentales, que habían sido conquistadas con distintos títulos y que habían estado subordinadas a diferentes autoridades durante más de dos siglos, se cimentaba sobre estribos firmes en edificio perdurable de la Patria.
Hecha más fuerte y vigorosa aquella unión, primero con el establecimiento de la Audiencia y del Real Consulado; después con la segregación de los llamados Anexos ultramarinos del Obispado de Puerto Rico y erección con ellos del Obispado de Guayana, y por último con la creación de la Silla Arzobispal de Venezuela, que venía a someter a una misma jurisdicción metropolitana nacional, Diócesis que dependían de los Arzobispados de Santa Fe y Santo Domingo, Venezuela caminaba con paso acelerado hacia la definitiva consolidación de sus destinos cívicos.
Lo que Carlos III creyó hacer en 1777 para “mayor utilidad de su real servicio”, hízolo para nuestro orgullo nacional. La comunidad del gentilicio creado por aquella unión, fue parte a juntar más tarde a los habitantes de las sierras occidentales y a los hijos de la llanura brava, en una masa compacta y uniforme que, bajo la dirección del genio de América, y no satisfecha con haber dado independencia a la patria venezolana, llevó al tricolor glorioso, dejando pueblos libres a su paso, hasta más allá del templo donde los antiguos incas rendían al sol perenne culto.
No desconocemos, insistimos en repetirlo, la dificultad que encuentra los historiadores para fijar a cabalidad el proceso integral de la nación venezolana, y ¡quién dijera que el mayor obstáculo para la clara comprensión de dicho proceso, lo constituya el propio nombre de Venezuela! Nada parece más fiel que el rubro de “Gobernadores y Capitanes Generales de Venezuela” con que el acucioso historiador don Luis Alberto Sucre bautizó su importante obra sobre los Gobernadores y Capitanes Generales de la Primitiva Provincia de Venezuela y los Capitanes Generales que siguieron desde 1777 hasta don Vicente Emparan. Pero resulta que el titulo de la interesante obra del señor Sucre no le sienta bien si ella es leída en los llanos de Barinas, pues el lector poco avisado de cosas coloniales, no advertirá que fue en 1777, como lo dice el mismo autor, cuando se agrandaron los limites jurisdiccionales de la Capitanía de Venezuela con la anexión de las Provincias de Maracaibo, Guayana, Trinidad, Cumaná y Margarita; y si le preguntase alguien el nombre de la persona que ejercía en el territorio nacional la primera autoridad colonial en el año de 1628, de muy buena fe podría responder que el Marqués de Marianela, sin advertir que Barinas, como ciudad capitular de la Provincia de Mérida, estaba sometida a la autoridad gubernaticia de don Juan Pacheco Maldonado, primer Gobernador y Capitán General de la Provincia de Mérida del Espíritu Santo de la Grita, quien como suegro podía tal vez cascar las nueces al ilustre señor Marqués.
Trasladada la cuestión a un terreno a un terreno dialéctico, nos hallaríamos trabajando sobre una proposición de subjecto non supponente, que pediría el nego por conclusión, puesto que nada más que un falso sujeto es la idea de que la Historia de la primitiva Venezuela sea lo mismo que la primitiva Historia de Venezuela. A pesar de la aparente logomaquia, toda la dificultad radica en esta trasposición de vocablos y en el hecho de no insistir nuestros historiadores cuanto es necesario en la debida diferenciación de los conceptos. Aunque en el capítulo XLVIII de su “Historia de Venezuela” don Eloy G. González relate a grandes rasgos la integración colonial, es parte a confundir al lector la aseveración hecha en el capitulo XLV, de que hasta el año de 1600 había tenido “el territorio de Venezuela, 24 Gobernadores, desde Alonso de Ojeda hasta Piña Ludueña. De 1600 a 1810 tuvo otros 40, desde Alonso Arias Vaca hasta don Vicente Emparan”, pues el maturinense y el neo-espartano no tendrían dificultad alguna en aceptar sin examen que Piña Ludueña y Arias Vaca ejercieran algunas vez poder jurisdiccional sobre sus territorios nativos. En el mismo estudiante del Centro arraigaría la idea de que en el territorio de Venezuela hubo solamente sesenta y cuatro Gobernadores durante el tiempo colonial, y si no conforme con eso, sumase a dicha cifra los Alcaldes-Gobernadores del señor Sucre, muchos de los cuales no tuvieron autoridad siquiera en Valencia, le resultaría un total de magistrados que, aun siendo crecido, no es exacto.
Esta cuestión de las jurisdicciones no sólo tiene importancia desde el punto de vista de la geografía política, en cambio adquiere mayor alcance si se mira la significación que aquel antiguo aislamiento y la sujeción de unas ciudades a otras, llegaron a tener en relación con la vida interior de la Colonia. La efímera existía de la Provincia de los Cumanagotos y su posterior sujeción a las autoridades de Cumaná, a que hemos aludido anteriormente, constituyó para los barcelonenses, durante toda la época colonial, una pesadilla de autonomía que llegó a materializar en el hecho concreto de pedir el año de 1793 la separación de su distrito del gobierno de la Nueva Andalucía.
Al ser separada en 1676 la ciudad de Maracaibo de la jurisdicción político-militar de Venezuela, y agregada a la Provincia de Mérida, empieza su lucha con la ciudad de Trujillo. Maracaibo, que con su anexión al Nuevo Reino vió la posibilidad de ser, como lo fue, cabeza de la Gobernación, inició una campaña encaminada a que la ciudad de Trujillo se agregase y sujetase al Gobierno de Mérida, y los trujillanos, que se sentían satisfechos en seguir formando parte de Venezuela, como lo tenían probado desde los propios días de la fundación, no sólo pidieron por conducto del Gobernador y del Obispo de Venezuela, que se les conservase el statu quo, sino que además reclamaron que fuese sometida Maracaibo a su gobierno inmediato, y para justificar el pedimento sacaron a relucir, como en pleito de comadres, todos los beneficios que Trujillo había hecho a la Nueva Zamora: desde el envió de la primera expedición que la fundó en 1569, hasta el hecho de ser trujillano de Licenciado don Juan Díaz de Benavides, maestro de Gramática de los maracaiberos en 1682. Fue aquel un litigio secular, perdido durante algún tiempo para Trujillo, con su agregación a Maracaibo en 1786 y el cual aquélla resolvió victoriosamente, ganando para su heráldica una de las estrellas del pabellón nacional, al asumir el libre ejercicio de su soberanía el 9 de octubre de 1810, mientras Maracaibo creyó más convenientes a sus intereses seguir fiel al gobierno de la Regencia.
El fracaso en tierras trujillanas de la revolución de los Comuneros, lo explica, no la falta de anhelos autonómicos de los trujillanos, sino el aislamiento en que Trujillo estaba con relación a los problemas interiores de la Provincia de Mérida, por formar su distrito, desde 1557, parte de la primitiva Gobernación de Venezuela, y haber estado sujeta aquella Provincia hasta 1777 a la jurisdicción del Virreinato de Santa Fe.
Y acercando más a nuestros días la influencia de aquella autonomía provincial de la Colonia, podemos comprender que no fue vano prurito de imitar la Constitución americana lo que movió a los legisladores de 1811 a elegir la forma federal en la primera Constitución republicana, ni vano egoísmo regionalista, lo que explica la actitud indecisa de Mariño frente a Bolívar en 1813. Los primeros no hacen sino consultar la voz de la tradición y la costumbre nacional; el segundo no tiene por qué ver en el Libertador la cabeza del gobierno del Estado, por cuanto perdida la primera República y ocupada la Capital por la fuerza del Rey, el pacto que había unido a los pueblos en una confederación política, quedaba de hecho sin vigor y las regiones habían reabsorbido la soberanía que delegaron en el poder federal, y ni el Congreso neo-granadino ni los ciudadanos de Caracas podían conferir suficientes atribuciones al Libertador para someter por la ley las regiones orientales, ni siquiera para minorar los efectos del acta de Chacachacare. En cambio, la invencible fe que guiaba a Bolívar en sus empresas temerarias y el poder formidable con que el éxito de éstas agrandó su figura en el teatro de la guerra, fueron legítima razón para que los pueblos y los jefes disidentes aceptaran su autoridad suprema como legítima garantía de victorias.
El estudio analítico-sintético de la formación de la Gran Capitanía General de Venezuela, además de ser arduo para el historiador, tiene, por la heterogeneidad de la materia, dificultades para la didáctica. Sin embargo, en cierta ocasión tuvimos la grata sorpresa de oír explicar dicho proceso, en forma que nos pareció hasta sugestiva, a un joven profesor de Historia Patria, que se dirigía a estudiantes noveles en la materia. Claro que la transcripción que de seguido hacemos de lo que dicho profesor enseñaba, no tiene carácter estenográfico, pero hemos procurado acercarnos en lo posible a la precisión de los términos por él usados:
Para entender la conquista de nuestro territorio por los españoles -decía el joven profesor- nada tan al propio como imaginar la toma de una plaza fuerte por distintas columnas que la abordasen desde diferentes sitios, y las cuales estuvieran autorizadas para ocupar determinada, aunque vagamente precisada, porción de territorio.
Cubagua.
La conquista y colonización empezó el año de 1500, de una manera espléndida y aun poética, con el asiento hecho por los españoles en orden al comercio de la perla, en la Isla de Cubagua, descubierta por Cristóbal Colón en 1498, y llamada de las Perlas por la gran cantidad de ellas que en manos de los indios vió al Almirante. Tanto incremento tomó aquel mercado, que a poco andar ya estaba fundada la ciudad de Nueva Cádiz, y según fue la riqueza de las explotaciones hechas en sus aguas, así también el auge de la nueva población, la que lucía edificios de cal y canto y casas de grandes torres, cuyas gentes se movían en el diario trajín, según dice Castellanos.
Con tal hervor y tal desasosiego
Como por secas ramas vivo fuego.
La sed de riquezas y lo hacedero de la explotación de los placeres, trajo a poco el agotamiento de éstos, y lo que antes fue un emporio, en breve pasó a ser desolado sitio. La musa elegiaca de Castellanos encuentra en aquella decadencia tema propicio a sus lamentos, y en tono quejumbroso nos refiere que
Faltaban ya las fiestas diputadas
Para sus regocijos y placeres,
Las plazas no se ven embarazadas
Con tratos de los ricos mercaderes:
No se veían las calles frecuentadas
De hombres, ni muchachos, ni mujeres.
Pocos días había finalmente
Que no saliese de ella mucha gente.
La vida difícil por carecer de agua y de la leña la pequeña isla, cambiado el comercio de la rica perla por el triste y degradante de los indios esclavizados. Cubagua decayó con tanta prisa cuanta había sido su riqueza primitiva, y para complemento de infortunios, un temporal en la Navidad de 1541, destruyó por completo la hermosa ciudad neo-gaditana.
Gobernación de Coquivacoa y Urabá.
Mientras los vecinos de Cubagua explotaban a sus anchas los ricos tesoros del mar, en el occidente de Tierra Firme, Alonso de Ojeda, alentado por sus expediciones de 499 a 502 y ya con el título de Gobernador de la Costa de Coquivacoa y Urabá que le otorgaban las Reales Cédulas de 21 de septiembre de 1504 y de 5 de octubre de 1505, trataba de hacer su asiento en estas tierras, cuyo gobierno fue el primero, aunque sin fruto, en tener.
Las misiones fracasadas.
Por 1514 los frailes dominicos acometieron pacifica penetración en las costas orientales. Fundaron un convento en cercanías de la actual ciudad de Cumaná, y se dieron a la evangélica labor; mas los indios, en venganza del mal trato de ciertos salteadores de esclavos, pusieron fin sangrientamente a la pobre misión. Segunda vez, en 1515, comienza la ardua empresa de los misioneros, ahora dominicos y franciscos; fundas sendos conventos, los primeros en Chirivichí, los segundos “a un tiro de ballesta de la costa del mar, junto a la ribera del rio que llaman Cumaná”; pero lo mismo que en años anteriores, los indios, saciando en los pobres religiosos el odio contra los esclavistas, dan el año 1520 terminó a este nuevo propósito colonizador, matan a dos frailes, y obligan a los demás a refugiarse en el Convento de Nueva Cádiz.
La capitulación de Las Casas.
En el mismo año 1520, Bartolomé de Las Casas, que había capitulado con el Rey la conquista de la Tierra Firme, desde Patria hasta Santa Marta, llegó a las costas de Cumaná con “obra de trescientos labradores que llevaban cruces”, al tiempo que Gonzalo de Ocampo, enviado por la Real Audiencia de Santo Domingo al castigo de los indígenas, fundaban la Nueva Toledo “a la ribera del rio, media legua del mar”. Dio Ocampo posesión de la tierra al Licenciado Las Casas, pero negándose a acompañarle con sus hombres, obligó al colonizador a hacer viaje a Santo Domingo en orden de requerir los mandamientos necesarios, y en su ausencia los naturales asaltaron la ciudad, mataron al jefe de la fuerza castellana y a un lego francisco llamado Dionisio; y fueron obligados los demás a solicitar albergue en la Isla de Cubagua.
La Nueva Córdoba.
Con el fin de mantener la fundación de Ocampo y por ser necesario a los de Nueva Cádiz tener de paz la Tierra Firme, la Audiencia de Santo Domingo envió a ella el año de 1523, trescientos españoles al mando de Jácome de Castellón. Este fundó en la boca del rio una fortaleza de la cual tuvo titulo de Alcalde y, reedificándola, cambió por el Nueva Córdoba el nombre de la primitiva fundación de Ocampo. En 1530, por septiembre, un terremoto asoló la población y destruyó la fortaleza del rio, mas con su inquebrantable constancia, Castellón logró mantenerse en ella, vigilante de la tierra.
Durante esta época eran aún imprecisos la jurisdicción y limites de las autoridades: la Nueva Cádiz dependía, en lo civil y militar, con el carácter de ciudad capitular, de la Real Audiencia de Santo Domingo: en lo eclesiástico, del Obispado de Puerto Rico. Los pueblos de Cumaná y Macarapana, y la región oriental de Tierra. Firme, materia de la caduca capitulación de Las Casas, estaban bajo la autoridad militar del Alcalde Cumana y de sendos Regidores, pero sometidos en cierta forma la jurisdicción capitular de la Nueva Cádiz, a pesar de las gestiones hechas por el Gobierno de Margarita en orden a que dichos territorios fueran puestos bajo autoridades de la Isla.
Gobernación de Margarita.
Entretanto se acababan estos sucesos en la Tierra Firme, un gobierno más amplio y de mayor jerarquía se organizaba en la Margarita. Esta isla, descubierta por el Almirante Cristóbal Colón, fue como el granero de Cubagua, cuya gente, según dice Castellanos,
Luego con el uso
Da labor, la cultiva y enriquece:
El más espeso bosque se dispuso
Para sembrar maíces, y acontece
Después de cultivadas estas vegas
Acudir por almud hartas hanegas.
En 1525 el Rey concede la población y gobierno de ella al Licenciado don Marcelo de Villalobos, Oidor de la Audiencia de Santo Domingo, y en 1527, confirma en su heredera doña Aldonza Manrique título para continuar gobernando en ella. Aquí comienza el desarrollo de las nuevas instituciones, de modo perdurable, en jurisdicción de lo que es hoy nuestra Patria. Con el gobierno de
Aquella meritísima señora
Doña Aldonza Manrique, generosa
De mucho más honor merecedora
Y para gobernar más alta cosa,
la nueva Provincia o Gobernación, que apenas había regido durante brevísimo tiempo el Licenciado Villalobos, inicia su vida con tanta copia de beneficios y política tranquilidad, que cuando la primitiva Provincia Venezuela cuente en 1567 hasta treinta y siete distintos periodos gubernaticios, la egregia matrona aun permanece firme en el goce de su perpetua autoridad, compartida primero con su madre y con su esposo don Pedro Ortiz de Sandoval y después con su yerno don Juan Sarmiento, y llamada a continuar, por real concesión, en la persona de su nieto don Juan Sarmiento de Villandrando, quien era Gobernador por 1593, sin que se entienda que durante este aparente absolutismo familiar no hubiera habido intersticios en los cuales la Audiencia de Santo Domingo interviniera; de lo contrario y poesía la carencia de datos acerca de la Margarita, hemos tropezado con el Mariscal Gutierre de la Peña, nombrado Gobernador interino y Juez de Residencia en 1551, con encargo de tomarla a su antecesor don Rodrigo de Navarrete.
Gobernación de Venezuela.
Al mismo tiempo que la Corona confirmaba a la hija de Villalobos el Gobierno de la Margarita, un hijo del Factor de la Isla de Santo Domingo, don Juan Martínez de Ampíes, quien estaba autorizado para impedir en las costas corianas el abuso de los indieros, daba fundación en la Tierra Firme a la ciudad de Santa Ana de Coro. Trasladado a ella el Factor, solicitó y obtuvo la sujeción del gran cacique Manaure y de su gente, pero cuando con más gusto se hallaba en el gobierno de su Provincia, fue sorprendido por la presencia de Ambrosio Alfinger, quien en nombre de los Welser, y con título de Gobernador y Capitán General, venía a regir la nueva Provincia de Venezuela. Por mediación de sus agentes cerca de la Corte de España, Enrique Ehinger y Gerónimo Sayler, los Welser, ricos comerciantes alemanes, celebraron capitulación para la conquista y colonización de la Tierra Firme, la cual fue aprobada por la Reina Doña Juana en 27 de marzo de 1528. Por dicho contrato los mandatarios alemanes obtuvieron para sí, o en su defecto para Ambrosio de Alfinger o Jorge Ehinger, la conquista y población de las tierras comprendidas desde el Cabo de la Vela al oeste, hasta Macarapana al naciente, con todas las Islas de la Costa, excepto las que habían quedado encomendadas a Ampíes (Curacao, Bonaire y Aruba). Con la llegada de Alfinger comienza la vida política de la primitiva Provincia de Venezuela y se echan las bases para la futura organización colonial. Aunque los alemanes tenían la obligación de fundar tres ciudades, apenas mantuvieron en pie la fundación de Ampíes y establecieron un transitorio asiento en el Lago de Maracaibo. Alfinger y los demás capitanes sucesores suyos en la conquista de la tierra: Hans Seissehoffer, Nicolao Federmann, Jorge Hohemuth, Felipe von Hutten, se dedicaron a descubrir el territorio en busca de El Dorado que como estímulo de grandes empresas había surgido intangible sobre los horizontes y al par que acicateaba los corceles, entorpecía por la extravagancia de las jornadas y el inútil sacrificio de energías, el natural progreso de la Colonia. La Real Audiencia de Santo Domingo, a cuyo distrito pertenecía la nueva Gobernación, no dejó de la mano la suerte de ésta, y aún vigente el contrato de los Welser, proveyó por Gobernadores a don Rodrigo de Bastidas, primer Obispo de Coro, a Juan de Villegas, a Rembolt, a Antonio Navarro, a Juan de Carvajal y a Pérez de Tolosa, cada vez que la suerte de la Provincia y los reclamos de la Justicia vulnerada así lo imponían, pues no debe entenderse que el contrato transfiriera a los alemanes la soberanía política que correspondía al Rey y que la Gobernación estuviese, en consecuencia, segregada del imperio colonial español según han pretendido explicar aquellos que dicen haber representado esta concesión al primer ensayo colonial de Alemania; aun el almojarifazgo sobre el cazabe introducido de la Isla Española a la ciudad de Coro, lo cobraban los Oficiales del Rey por 1535 a los factores tudescos.
Gobernación de Trinidad.
La labor de descubrir la tierra y cimentar las futuras poblaciones fue más dura en el Sur y en el Oriente. Teatro de feroces luchas, no ya de los conquistadores con los indios, sino surgidas entre las mismas huestes españolas por la rivalidad de sus caudillos, medio siglo tardaron aquellas ricas y pobladas regiones para sumarse al concierto colonizador.
El Contador Antonio Sedeño, que lo era de la Isla de Puerto Rico, capituló la conquista de la Isla de Trinidad en 1529 y se dio a la mar desde España en 1530; a mediados de este mismo año llegó a la isla de su gobierno, donde empezó, mal que bien, la fundación, pero atacado por los naturales tuvo de refugiarse en las costas de Paria, y allí levantó un fuerte apellido por Oviedo y Valdez “casa de las discordias”, según fueron las que tomaron ímpetu al abrigo de sus muros, y dejando gente en él bajo el mando del Capitán Juan González de Sosa, tomó la rota de Puerto Rico en pos de auxilios.
Conquista del Orinoco.
En el mismo año de 1529, Comendador don Diego de Ordaz, veterano de la conquista de México, capituló la del territorio comprendido entre Venezuela y el Río Marañón. La expedición salió de San Lúcar en octubre de 1530, llegó hasta el Marañón y luego tomó rumbo hacia las costas de Paria, donde tuvo noticias del fuerte de Sedeño, a cuya gente, a pesar de la lamentable situación en que se hallaba, hizo sacrificar inútil y cruelmente. En junio de 1531 entró Ordaz al Orinoco y lo remontó hasta Cabruta; de allí fue a los raudales de Atures, tuvo algunas refriegas con los naturales, y sin haber poblado ningún asiento, regresó a Paria en busca del fuerte que aun custodiaban las gentes del Capitán Yáñez Tafur, dejadas con tal encomienda.
Pero sucedió que Sedeño había elevado queja hasta el rey contra los hechos de Ordaz, y Ortiz Matienza, Alcalde Mayor de Cubagua, cuyo distrito abarcaba las costas de Tierra Firme, había puesto también querella por la ocupación de Ordaz. Al saber que éste había llegado al fuerte de Cumaná en son de guerra, se trasladó a él con gentes de armas, y habiéndole apresado, le condujo a la Audiencia de Santo Domingo y de allí marchó con pliegos oficiales hacia España y con Ordaz por prisionero. En la jornada de mar murió el Comendador y algunos historiadores atribuyeron su muerte a veneno que le hizo propinar Ortiz Matienza.
Gobernación de Paria.
Gerónimo de Ortal, compañero de don Diego de Ordaz, obtuvo a la muerte de éste, título de Gobernador del Golfo de Paria, con jurisdicción en la Tierra Firme adentro. El 13 de octubre de 1534 llegó a Paria al frente de su expedición, compuesta de ciento cincuenta hombres, en dos navíos, gran cantidad de armas, dos sacerdotes y un físico. Una nueva entrada al Orinoco fue emprendida por gente de Ortal, al mando de Alonso de Herrera. Este llegó hasta Cabruta, trató de paz con los naturales, siguió a tomar el Meta, y en un encuentro con los indios fue muerto. La expedición, comandada por Alvaro de Ordaz, regresó en abril de 1536 al pueblo de Paria. Ortal intentó del Meta el río Neverí, para poder darse por tierra a la conquista del Meta, temeroso por el fracaso de las expediciones que había subido el Orinoco.
Gobernación del Meta.
Sedeño, no satisfecho con los términos de su gobierno de la Trinidad, capituló con la Real Audiencia de Santo Domingo la conquista de la Provincia del Meta, y armó una expedición para internarse a tan lejanas tierras, que caían en términos de la concesión de Ortal. Nuevos encuentros y agrias luchas pusieron fin a la vida de Sedeño en los primeros meses del año de 1538. Castañeda, enviado por la Audiencia como Juez para el castigo de Sedeño, por el desacato insólito de haber roto el bastón del Juez Frías, había partido en 1537 hacia Cubagua y de allí enviado cincuenta hombres contra el indicado capitán, cuyas tropelías tuvieran en continúan zozobra a los pobladores de la costa. Pero en lugar de hacer siquiera un escarmiento con las gentes, ya sin caudillo, aprovechó la acefalia para pretender dominar el territorio. Acusado Ortal de los delitos cometidos contra los indios, se le sometió a dura cárcel en la ciudad de Santo Domingo, donde para siempre se radicó, después de haber obtenido la libertad.
Ningún fruto para la vida civil se alcanzó con tales empresas: Sedeño, Ordaz, Herrera y Ortal carecían de cualidades para regir pueblos: audaces y crueles, sus correrías quedan sólo como huellas de valor y de audacia, y apenas sirvieron para retardar la organización colonial en aquellas regiones, de climas y territorios ásperos y cuyos naturales, de extracción Caribe, eran además en extremo duros para ser conquistados. De las demarcaciones políticas de las Cédulas, sólo prevaleció por breve tiempo la Gobernación de Trinidad, cuya conquista siguio Juan Ponce de León a la muerte de Sedeño. Los demás títulos perecieron de inmedianto con sus primitivos beneficiados, como tambien el otorgado a Juan de Espes, en 1536, para la conquista de la Nueva Andalucia; el concedido el 11 de agosto de 1552 a Jerónimo de Aguayo, para la colonización de la provincia de Arauca, entre el Orinoco y el Amazonas, y los esfuerzos hechos por otros conquistadores y capitanes.
Las ciudades de Venezuela.
En cambio durante el tiempo transcurrido hasta la llegada de Fernández de Serpa, quien en 1569 trajo encomienda de colonizar la tierra oriental, Venezuela había hecho grandes adelantos. Terminando de hecho el gobierno de los alemanes con la venida de Juan de Carvajal, éste, a pesar del tinte de ferocidad con que supo perpetuarse en nuestra historia, dió comienzo al período de las fundaciones: en 1545 él mismo fundó a El Tocuyo; en 1549, Pedro Álvarez la Borburata; en 1552, Villegas la Nueva Segovia; en 1555, Alonso Díaz Moreno la Nueva Valencia; en 1558, Diego García de Paredes la Nueva Trujillo, andariega hasta 1568; en 1567, Diego de Losada a Santiago de León de Caracas; en 1569, Alonso Pacheco la Ciudad Rodrigo de Maracaibo, cuyo nombre cambió Pedro Maldonado en 1574 por el de Nueva Zamora, y aun antes de que Serpa empezara la conquista y colonización del Oriente, una nueva onda de penetración se había iniciado por el occidente del actual territorio patrio.
Mérida y San Cristóbal.
Fundada la ciudad de Pamplona en el Nuevo Reino de Granada el año de 1549, se inició de seguido la conquista de las tierras que quedaban al naciente de aquella ciudad, o sea al oeste de la Gobernación de Venezuela, y a la reducción de sus naturales. En dicha empresa se distinguió por su valor y constancia el Capitán Juan Rodríguez Suárez, quien había entrado al Nuevo Reino en la expedición de don Gerónimo Lebrón. Por su experiencia en tales jornadas, el Cabildo pamplonés encomendó a Rodríguez Suarez el mando de una expedición destinada a someter ciertos indios alzados en el valle de Cúcuta y a descubrir las tierras de las Sierras Nevadas, donde era fama que abundaban ricos yacimientos auríferos. Hacia el noroeste enrumbó la gente expedicionaria y después de descubrir los valles de Santiago y del Cobre, cruzaron los de la Grita y Bailadores, hasta dar con la mesa donde Rodríguez Suárez fundó, sin poderes para ello, la ciudad de Mérida en octubre-noviembre de 1558. Solicitada por el fundador aprobación para lo hecho, la Audiencia de Santa Fe descalificó su conducta y diputó a Juan Maldonado para reducirlo a prisión. Llegado éste a la nueva fundación, envió a Rodríguez Suárez a Santa Fe, mudó las autoridades y se dió a correr la tierra. En 1559 llegó a territorio ya ocupado por las autoridades de Venezuela, es decir, a la región occidental del actual Estado Trujillo, donde fundó, para afianzar su conquista, el pueblo de Santiago de los Caballeros; pero tras largas disputas y conjurado un simulacro de lucha con Francisco Ruiz, capitán de la gente de Venezuela, convinieron ambos en señalar los linderos sus gobiernos: las tierras altas que caen hacia Timotes, serían de la jurisdicción del Nuevo Reino, y las del este, de la Gobernación de Venezuela, más o menos una línea que seguía el mismo rumbo de los actuales límites entre los Estados Mérida y Trujillo. Y para que no quedara en el vacío su intento de fundación, trasladó la ciudad de Santiago de los Caballeros a la mesa de Tatuy, y juntándola con la fundación de Rodríguez Suárez, hizo de ambas la actual ciudad de San José de Mérida.
Separado Maldonado del Gobierno de Mérida, y avecindado en Pamplona, recibió poderes de la Audiencia de Santa Fe para salir a fundar un pueblo que facilitase el tráfico entre aquella ciudad y la de Mérida en 1561 se inició esta jornada, y en 31 de marzo del mismo año fundó Maldonado, en el valle que Rodríguez Suárez había llamado Santiago, la Villa de San Cristóbal, que quedó dependiendo en sus principios de la jurisdicción de Pamplona, y más tarde del Corregimiento de Tunja al igual de Mérida.
Gobernación de Nueva Andalucía.
Diez años corridos desde la fundación de Mérida en el Nuevo Reino de Granada, llegó a la Nueva Córdoba el General don Diego Fernández de Serpa, investido de titulo, por dos vidas, de Gobernador y Capitán General de las Provincias de Paria, Cumanagoto, Chacopata, Caura y Guayana, las que en adelante deberían llevar el nombre de Nueva Andalucía. Con el General venia la expedición más brillante que entró a la conquista de nuestro territorio, y de la cual formaba parte un Teniente General; el Secretario de Serpa, don Hernán Pardo de Lugo; un Tesorero General; un jefe de Caballería; un oficial de artillería; un médico; un cirujano; dos capellanes; el Vicario General, doctor Pedro de Medina; catorce pelotones de a veinte soldados, y un alférez a la orden de cada capitán; y gran cantidad de armas y ganado. Aunque ya no tenía trazas de pueblo, según era lo mezquino de su vida, a pesar de haber mantenido siempre algunas autoridades civiles, la Nueva Córdoba conservaba vivo el recuerdo de los esfuerzos de Ocampo y Castellón. El 24 de noviembre de 1569, cumplió Serpa las formalidades requeridas para cambiar por el de Santa Inés de Cumaná el nombre del poblado, dispuso su reedificación y nueva población, e hizo el nombramiento de Alcaldes y Regidores para su Cabildo. Después de correr la tierra y traer de paz a muchos indios, y de haber fundado Honorato Ortiz un pueblo en el valle de Neverí, con el nombre de Santiago de los Caballeros, Serpa intentó entrar al Orinoco por Cabruta, pero murió en 1570 en un encuentro con los indios Chacopatas. Continuada la empresa por su deudo Garcí Fernández de Serpa, tuvo éste el mismo final de su antecesor. Gobernación de nueva Extremadura Aunque el titulo que dio origen a la Provincia de la Nueva Andalucía abarcaba el Caura, el Dorado y la Guayana, con el fracaso de las expediciones que intentaron penetrar hacia el sur, su distrito hubo de quedar reducido tanto en la práctica, cuanto lo había sido en derecho por la capitulación que celebró el Rey, en el mismo año de 1568, con el Capitán Pedro Malaver de Silva, quien por ella recibió título de Gobernador de la Nueva Extremadura, provincia que deberían componer los países de los Omaguas, Yoneguas y Quevanato. Esta nueva empresa no dió como resultado sino el fracaso de Silva y el desaliento general para continuar en tan difíciles conquistas. Gobernación de La Grita y Cáceres. El Capitán Francisco de Cáceres, compañero de Fernández de Serpa en la conquista de la Nueva Andalucía, se trasladó al Nuevo Reino después del desastre ocurrido a aquél, y desde Santa Fe pidió al Rey que le fuera concedida una Gobernación de doscientas leguas a espaldas de Guatavita y Gachetá, pero como la concesión se retardase, Cáceres emprendió la conquista de propia autoridad y fundó el pueblo del Espíritu Santo de la Grita. Al tener la Audiencia conocimiento del hecho, expidió contra el conquistador mandamiento de prisión, pero Cáceres pudo pasar a España y obtener allí la Cédula Real de 4 de agosto de 1574, en que se ordenaba a la Audiencia del Nuevo Reino le fuese concedida la deseada Gobernación y poder para repoblar el pueblo anteriormente fundado y emprender nuevas fundaciones. Cáceres, con ciento treinta hombres, se dió a la empresa para que estaba autorizado, y después de recorrer la tierra y asentar la paz con los naturales, repobló en 1576 (septiembre-octubre) la ciudad del Espíritu Santo. En 1577 despachó Cáceres al Capitán Juan Andrés Varela a la fundación de Altamira de Cáceres o Barinas, mas por entonces fue citado de la Audiencia de Santa Fe para oír cargos que se le hacían en relación con los territorios conquistados, a donde regresó urgentemente por haberse rebelado los naturales. Pacificó la tierra, emprendió nuevas conquistas y con probanza de sus servicios y necesidades, se trasladó nuevamente a España, para ganar la Real Cédula de 26 de mayo de 1588 que le concedía el título de Gobernador de la Provincia de la Grita y Cáceres, la cual duró con carácter autonómico hasta 1607, como adelante veremos.
Gobernación de Guayana.
Del Nuevo Reino vendrá también la jornada que iniciaría la fundación de la Provincia de Guayana. Como premio a su heroica labor conquistadora, obtuvo el Licenciado Gonzalo Jiménez de Quesada, por Real Cédula de 8 de noviembre de 1568, título por dos vidas para la conquista y gobierno de las tierras situadas entre los ríos Pauto y Papamene, en la Provincia del Dorado. En 1577, Quesada, de años que le impedían la dura empresa, dió comisión para dicha conquista al Capitán Pedro Sánchez Mogano, quien sin medios para ello no obtuvo ningún fruto. A la muerte del “varón docto e insigne capitán”, según llama Castellanos a Quesada, y por carecer éste de sucesores legitimarios, pasaron en virtud de testamento, sus títulos y derechos, a su sobrino político don Antonio de Berrío. Este dió prosecución en 1584 a la conquista tan sin éxito iniciada, y obtuvo poder de la Audiencia del Nuevo Reino, confirmado por el Rey en 1586, para abarcar la región llamada de Guayana y Gran Manoa, de que habían sido titulares Fernández de Serpa y Malaver de Silva. Berrío dió comienzo a su empresa sin ostensible fruto, y hubo de deshacer el viaje sin bajar el Orinoco. En 1591 inició una nueva entrada al territorio de sus títulos, y logró llegar hasta la isla de Trinidad, despoblada después de la muerte de Ponce de León, y fundó en ella la ciudad de San José de Oruña. Regresó al Orinoco y dió fundación a la vieja Santo Tomé de Guayana. Felipe II le concedió por una vida más aquel Gobierno y definió la jurisdicción de la nueva Provincia.
Las expediciones a que hemos hecho referencia no tuvieron como efecto inmediato el sometimiento del actual territorio nacional a un régimen político más o menos uniforme. Puede decirse que ellas sólo habían dado a fines del siglo XVI como único resultado práctico, la fijación de bases para la expansión de la obra colonizadora.
Coro, más tarde El Tocuyo y Nueva Segovia, y por último Caracas, en la Gobernación de Venezuela; Cumaná en la Nueva Andalucía; Santo Tomé en Guayana y San José de Oruña en Trinidad; La Asunción en Margarita; La Grita y Mérida en el Occidente, como centros donde residían las primeras autoridades coloniales, eran puntos de los cuales emergían las corrientes encaminadas a reducir y civilizar a los indígenas que cubrían los respectivos territorios provinciales; y si no hemos dicho nada de las audaces correrías de Alfinger, Federman, Spira y Hutten, ni tampoco hemos detallado las expediciones de Ordaz, Herrera, Ortal, Sedeño y tantos otros, tal silencio obedece a que nuestro propósito no es describir las luchas de la conquista, sino fijar las bases que permitan definir un concepto claro y sencillo de la organización política que culminó en la obra de 1777. Sólo resta detenernos en la conquista de los indios cumanagotos y palenques, por cuanto en su proceso hubo, aunque de transitoria vida, la creación de una Provincia.
Gobernación de los Cumanagotos.
Las gentes de Fernández Serpa, como dejamos dicho, lograron fundar la ciudad de Santiago de los Caballeros en territorio comprendido dentro de los limites señalados por la capitulación de aquél a la nueva Provincia de Andalucía; pero los indígenas, destruyendo la fundación y haciendo nugatorios los efectos de la conquista, se mantuvieron durante algunos años como una amenaza para los pueblos vecinos, en especial para los bajeles que de Margarita viajaban a la Borburata y Caraballeda. Prácticamente el gobierno de Cumaná no ejercía ningún acto jurisdiccional sobre aquel territorio, por lo cual no debió parecer a don Juan de Pimentel, Gobernador y Capitán General de Venezuela, que constituía una extralimitación de sus poderes el hecho de avocarse a su conquista, muy más habiendo estado comprendido hasta la capitulación de Fernández de Serpa, en los linderos de la Gobernación concedida a los Welser y por haber ejercido jurisdicción en términos de Macarapana el Capitán Juan de Villegas, con título de Justicia Mayor y Capitán de la costa de ella, durante el gobierno de Rembolt. En consecuencia, Pimentel dio encargo al valeroso García González de Silva para ir en 1576 con ciento treinta soldados a desbravar a cumanagotos y palenques. Dura fue la lucha que González de Silva sostuvo con dichos indios y como fruto de ella sólo logró la fundación del pueblo del Espíritu Santo de Querecrepe, que a la postre hubo de despoblar en cumplimiento de órdenes del propio Pimentel, desalentado ante lo rudo de la empresa. En 1585 don Luis de Rojas, Gobernador de Venezuela, cometió a Cristóbal Cobos, sobre quien pesaba sentencia de servir a su costa y minción en la conquista de su distrito, la reducción de la rebelde Provincia. Con soldados y caballos bien armados emprendió Cobos su jornada, pobre como la de su antecesor, aunque notable en crueldades, y a la cual puso fin de orden de don Rodrigo Núñez Lobo, Gobernador de Cumaná, quien penetrando con ciento veinte hombres en la dicha Provincia, pudo traer de paz a algunos indios y fundar algunos asientos, pero acusado de sus crueldades, fue depuesto por el Consejo de Indias, sin que se sepa qué autoridades le siguieron hasta la venida de Vides en 1592. Caulin dice que la conquista fue continuada por un Lucas Fajardo, con título de Teniente del pueblo de Apaicuare, fundado por Cobos; y este pueblo, con el nombre de San Cristóbal de la Nueva Ecija de los Cumanagotos, trasladó Fajardo a un lugar distante casi una legua de la actual ciudad de Barcelona. En lucha feroz con los indígenas y con los rigores de la tierra, las expediciones no acababan de pacificar la región, y tan inútil como las anteriores, más aún por las luchas de los mismos conquistadores, fue la que el Gobernador de Venezuela encomendó al Capitán Andrés Román, porque el Gobierno de Caracas siempre aspiró a ensanchar hasta más allá del Unare su jurisdicción, como lo comprueba el encargo que llevo a la Corte don Simón de Bolívar, de pedir se agregasen a la jurisdicción de Venezuela aquellos territorios.
Como uno de los tantos sarcasmos que encierra la historia de los hombres, la pacificación de la tierra y la continuidad de la vida civil, tocó iniciarla a un letrado que lucía como títulos el de Bachiller en Derecho canónico y el de Doctor en el civil. Este si pudo exclamar con Quintiliano: cedan las armas a la toga y sean los laureles para el poder de la palabra. Más afortunado que Vargas, el doctor Juan de Orpín parece que no tropezó con hombres de malos apellidos, y pudo conseguir que la Audiencia de Santo Domingo, de la cual era Abogado, y ante quien expuso conocimiento que tenia de Tierra Firme, le otorgarse por auto fecha en 14 de noviembre de 1631, título de Gobernador y Capitán General de la Provincia de los Cumanagotos, a cuya conquista se aprestó con trescientos soldados que juntó a Venezuela, Margarita y otros lugares. Penetró por los llanos de Caracas y después de muchas luchas fundó Barcelona y buscó de dar a la Provincia el nombre de Nueva Cataluña, en honor de la región española de donde era nativo; mas la ciudad hubo de ser trasladada durante el mando de don Sancho Fernández de Angulo y conjuntamente con San Cristóbal de los Cumanagotos, al sitio donde hoy mora. Efímera fue la existencia del nuevo gobierno, pues acudieron tantos aspirantes a ser favorecidos con él, que el Rey, oído el perecer del Obispo de Puerto Rico, dispuso por Real Cédula de 9 de julio de 1654 que se agregara a la Gobernación de la nueva Andalucía y se cometiese la reducción de los indígenas a los padres de San Francisco.
Claro que con el bosquejo que hemos hecho, como queda dicho anteriormente, no pretendemos puntualizar las jornadas realizadas por los conquistadores españoles que sometieron la tierra a la corona de Castilla: no se oye en nuestra ligera descripción ni el ruido de los cascos de las cabalgaduras españolas ni el silbo de la flecha aleve del indígena. Sólo hemos procurado mostrar a grandes rasgos el surgimiento de los gobiernos primitivos que, con carácter autonómico en lo administrativo, y dependientes unas veces de Santo Domingo y otras de santa Fe, en lo político, judicial y de guerra, rigieron las Provincias que en 1777 fueron juntadas para formar la Gran Capitanía General de Venezuela. En nuevo resumen, esta vez más breve, fijaremos la marcha de las Provincias que hemos visto surgir en nuestra exposición y sus sucesivas transformaciones, ora uniéndose ora desmembrándose.
1. Margarita, erigida por la Real Cédula de 18 de marzo de 1525, que dió su gobierno al Licenciado Villalobos, dependió en lo político, militar y judicial de la Real Audiencia de Santo Domingo hasta 1739, año en que pasó a formar parte del Virreinato d Santa Fe, pero quedando sometida en lo judicial a Santo Domingo.
2. Venezuela, erigida por Real Cédula de 27 de marzo de 1528, estuvo sometida a la Audiencia de Santo Domingo hasta que la Real Cédula de 27 de mayo de 1717, que elevó a Virreinato las Provincias del Nuevo Reino de Granada, la anexó al nuevo gobierno, del cual ya venían formando parte desde antiguo las Provincias de Mérida, de Maracaibo y de Guayana. A la disolución del Virreinato por Real Cédula de 5 de septiembre del año 1723, Venezuela continuó dependiendo de la Audiencia de Santa Fe, hasta ser nuevamente agregada a Santo Domingo, en fecha que no hemos podido precisar, pero que suponemos anterior a 1729, por aparecer en este año ocupándose Santo Domingo en asuntos de Venezuela. Por la Cédula de 20 de agosto de 1739 que volvió a organizar el Virreinato de Santa Fe, se agregó nuevamente la Provincia de Venezuela a aquel Gobierno, y a él estuvo sujeta hasta que por Real Cédula de 12 de febrero de 1742, el Rey dispuso su segregación y nueva dependencia de Santo Domingo. Debióse a la negativa y pusilanimidad de don Gabriel José de Zuloaga, Gobernador de Venezuela, que no se hubiera realizado entonces la integración que se retardó hasta 1777, lo que redujo el buen deseo del Rey a sólo un remedo de unidad de los resguardos fiscales.
3. Nueva Andalucía, erigida por la Real Cédula de 5 de mayo de 1568 que cometió su conquista a Fernández de Serpa, estuvo dependiendo de Santo Domingo hasta el año de 1717, cuando se la agregó al primer Virreinato de Santa Fe.
4. La Gobernación de La Grita y Cáceres, erigida por Real Cédula de 26 de mayo de 1588, entró en 1607 a formar parte del Corregimiento de Mérida, que se creaba con su territorio y el de la ciudad de Mérida y Villas de San Cristóbal y San Antonio de Gibraltar, y cuyos términos, que avanzaban al este hasta Timotes, comprendía los pueblos de indios en ellos fundados, y al poniente los de Lobatera, Táriba, El Cobre, Guásimos, etc. El gobierno de Mérida y San Cristóbal dependía hasta entonces del Corregimiento de Tunja, pero vistos los inconvenientes que presentaba el gobierno autónomo de La Grita y Cáceres, don Juan de Borja, Presidente del Nuevo Reino, por auto de 1º de mayo de 1607 y autorizado por Cédula de 3 de abril de 1605, erigió el Corregimiento de Mérida, creación confirmada por el Rey en Cédula de 10 de diciembre de 1607. Por Real Cédula de 3 de noviembre de 1622, al crearse la Gobernación y Capitanía General de Mérida del Espíritu Santo de La Grita, con territorio de los actuales Estados de Mérida, Táchira, Barinas y Apure, se confió dicho Gobierno al trujillano Juan Pacheco Maldonado, al cual se sumó, según Real Cédula de 31 de diciembre de 1676, la ciudad de Maracaibo y su distrito capitular, hasta entonces dependientes del gobierno de Venezuela, y la Provincia tomó nombre de Mérida del Espíritu Santo de Maracaibo, y por último el de Maracaibo simplemente, cuando los Gobernadores resolvieron radicarse definitivamente en la ciudad del Lago.
5. Guayana, erigida por Real Cédula de 8 de noviembre de 1568 que dió la Gobernación a Jiménez de Quesada y cuyos límites se ampliaron el año de 1586, entró a formar parte del Nuevo Reino desde su iniciación política. Con motivo de la fundación de San José de Oruña, hecho por Berríos en la Isla de Trinidad, Guayana sumó a su gobierno el de esta isla, cuyo título había tenido Sedeño y Ponce de León. Como resultado de ciertas disputas suscitadas entre las Audiencias de Santa Fe y Santo Domingo, ésta hizo nombramiento de Gobernador para Trinidad en varias ocasiones, pero el Rey por capitulación de 8 de mayo de 1641, concedió el gobierno de ambas provincias a don Martin de Mendoza y Berrío. A la muerte de Mendoza en 1656, la Audiencia de Santo Domingo se avocó a nombrar Gobernadores para la Trinidad, mientras Santa Fe, los designaba para Guayana, pero el Rey en 6 de junio de 1662 dispuso que Trinidad se anexara a Guayana, y las autoridades se asentaron en San José De Oruña, por lo inhabitable de Santo Tomé. En 1731 fueron de nuevo separadas dichas Provincias, y se ordenó que Guayana se uniera al Gobierno de la Nueva Andalucía, bajo cuya dependencia estuvo hasta que la Real Cédula de 27 de mayo de 1762 dispuso la creación de nuevo gobierno en la Provincia de Guayana, independiente de Cumaná. Esta autonomía fue confirmada por la Real Cédula de 1.º de mayo de 1766, que sometió la Provincia a la dependencia militar de la Capitanía General de Venezuela, y fue por entonces (1764) cuando don Joaquín Moreno de Mendoza empezó la fundación de Angostura. Por Cédula de 5 de mayo de 1766 se le agregó al Gobierno de Guayana la Comandancia General del Orinoco y Río Negro, continuando bajo la dependencia del Capitán General de Venezuela, hasta que Carlos III, por Real Cédula de 28 de octubre de 1771, la volvió a someter también en lo militar a la jurisdicción del Virreinato.
Realizada la integración político-militar de Venezuela por la Cédula de 8 de septiembre de 1777, aun sus límites sufrieron nuevas alteraciones antes de 1810: la creación por Real Cédula de 15 de febrero de 1786 de la Provincia de Barinas, con territorios de la Provincia de Maracaibo, y la anexión a ésta de la ciudad de Trujillo y su distrito capitular en la misma fecha; más la pérdida de la Provincia de Trinidad en 1797 por la ocupación inglesa y posterior cesión a la Corona Británica, por el Tratado de Amiens de 25 de marzo de 1802.
A las Provincias anteriormente enumeradas, que integraban el 19 de abril de 1810 la Gran Capitanía General de Venezuela, debemos sumar las de Mérida, Trujillo y Barcelona, surgidas del movimiento autonómico de aquel año. La primera, que comprendía el territorio de los Estados Mérida y Táchira, segregada de la jurisdicción de Maracaibo, al igual de la de Trujillo, por las actas de 16 de septiembre y 9 de octubre, respectivamente; y la última declarada autónoma por el pronunciamiento de 27 de abril. De las nueve Provincias en que se dividía la Nación al finalizar el año 10, dejaron de concurrir al Congreso Constituyente de 1811, Guayana y Maracaibo, fieles a la Regencia, y la ciudad de Coro, sumada a la Provincia de Maracaibo, en virtud de la misma circunstancia.
Bien comprendemos que la exposición del joven profesor hubiera podido ser más amplia, y que a muchos habría agradado oír el piafar de los corceles conquistadores y el alerta bélico de la guarura indiana, a cuyo silencio él mismo alude. En cambio gustamos nosotros de este sesgo que el expositor da a su relato, por cuanto hemos creído siempre que los cascos de los caballos han hecho tanto daño a la Historia, y especialmente a la nuestra, como el propio caballo de Atila. Muchos de nuestros historiadores se han guiado al escribir sobre la Colonia por el paso de las caballerías y han gastado más tiempo en describir la famosa batalla de los Omaguas y los fantásticos escuadrones de indios que atacaron a los conquistadores, que el dedicado a exponer la evolución de las formas político culturales Guacaipuro, en parte agrandado, como el Tirano Aguirre, para dar mayor prestigio a las hojas de servicio de los conquistadores, es como el terrible Don Lope, tema de fecundos comentos y de peregrinas narraciones en nuestros texto de historias; en cambio el Obispo Agreda, nuestro primer institutor, pudiéramos decir que pasa al igual de don Pedro Osorio y del Obispo González de Acuña, como personaje de segundo orden. No se diría que falte lejanía a los personajes, por cuantos unos aumentan y otros decrecen en la perspectiva histórica, sino que el pintor sufre de inversión óptica para las cosas del pasado. Y en esto entra mucho el factor romántico y sentimental. Escudriñar los datos que lleven, después de pacientes labor a fijar las líneas generales de la organización colonial, es obra de poco atractivo al lado del ligero esfuerzo y del mucho agrado que representa la descripción en vividos colores de una refriega de los españoles con los caciques Acapaprocon y Conopaima, o del leyendario encuentro de Per Alonso con los mariches en la “batalla del Guaire”.
El plan de nuestro joven profesor, pesia la falta de detalles, nos parece acomodado al fin civil de la Historia, por cuanto fija rumbos que llevan a la comprensión de un hecho cuyo estudio no corre pareja con su trascendencia cívica. ¿Culpa de los historiadores? Innegable es que la tengan, pero la razón de tal descuido en el examen de nuestros orígenes políticos más que todo se halla en un factor de orden patriótico-sentimental. Para aumentar el coturno de los beneméritos personajes que fundaron la República, se ha recurrido al pueril expediente de negar todo lo que existió antes del 19 de abril de 1810, y el trazo d nuestra política no se buscó en la primitiva organización colonial, que evolucionando en el tiempo rompió su antigua forma, sino en una creación ex-nihilo realizada al ventalle de la Revolución de Francia.
Con este procedimiento se ha formado una pseudo-historia cuyo programa, como de buenos jacobinos, ha sido no construir sino negar; y la inercia del no, aspirando siempre a imponerse con toda su tremenda fatalidad sobre cualquier esfuerzo afirmativo, ha sido parte a impedir que nuestra Historia sea “remo y vela” en el progreso institucional de la República.
¿Podrá entenderse, sin el estudio de la formación de las Provincias que integraban en 1810 la Gran Capitanía General de Venezuela, la Forma federal de la Constitución de este año? ¿Sería explicable la continuidad de la idea autonómica de 1810 y el reconocimiento de la Junta de Caracas, sin tomar razón de la centralización política de 1777? ¿Existiría hoy la unidad llamada Venezuela sin la creación de Carlos III?... En esto parece que no parasen mientes los historiadores que viendo un hiato, o un abismo sin puente, entre la Colonia y la República, erigen como artículo de fe republicana el menosprecio de las formas culturales de antaño. Satisfechos con la lógica de la varita mágica, explican nuestros orígenes nacionales con el mismo candor, con que las viejas de los cuentos de Perrault ponderan la transformación espiritual de la tonta princesa a quien promete su amor Riquet el del Copete. Según ellos tendríamos una Patria sin pasado y un Estado sin soporte en el tiempo. Vale decir una Patria anti-histórica, ni siquiera adulterina y más bien expósita, que debería carecer de perpetuidad por faltarle anterioridad.
En nombre de una filosofía pseudo-popular y demagógica, ellos terminan por acabar con el pueblo mismo, por cuanto desconocen sus derechos en el tiempo, para hacerlo surgir de un proceso de destrucción. Olvidan que sea cualquiera el punto de vista donde se sitúen para explicar la Independencia, han de dar con el pasado como elemento constructor del presente. Si la explican como lucha de un Estado que defiende su plena autonomía frente a los derechos de la Metrópoli absorbente, deben poner como premisa indiscutible la existencia legitima de un pueblo
que reclama, si no por plebiscitos a la moderna, al menos por boca de sus hombres superiores, el derecho de constituirse en entidad absoluta; si por lo contrario, invocan la lucha de determinado sector social que, aspirando a convertirse en “Estado”, guerrea contra elementos extranjeros que absorben la administración pública, conceden aún más, por cuanto la superposición de clases no es sino producto de la evolución histórica del pueblo, que las produce y las tolera como transitorios estadios sociológicos.
No se nos escapa que muy de otra manera piensen los teorizantes acostumbrados a acomodar las cosas según los principios de los textos, sin cuidar que en la Historia no dominan aquéllos, sino los simples hechos. Lo contrario sería deshumanizar el pasado. La igualdad no ha llegado aún a ser, como función social, un elemento histórico; por lo contrario, toda la Historia no es sino la expresión de luchas continuas por el dominio de determinados sectores sociales, así sea el de aquellos que, erigiendo la lucha de las clases por soflama revolucionaria, buscan la superación de sí mismo a costa de los engañados que los siguen de la mejor buena fe. Pero cuando la Historia es arma al servicio de la política, adviene el gravísimo peligro de que muchos historiadores acomoden los hechos en una forma tardía a los intereses de partido, y entonces la Historia deja de ser la expresión de las vidas de los pueblos y se convierte en auto-caricatura de los historiadores, o en un falso trazo, que es lo peor, de la mentalidad de sus contrarios.
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